por Guillermo Alvarado
Dos infaustas noticias con un potencial movilizador de consecuencias insospechadas sacudieron en las últimas horas a Brasil, una fue la aprobación en el senado de una ley que sepulta derechos históricos de los trabajadores y, la otra, la condena en primera instancia de un juez a nueve años de prisión al expresidente y líder histórico de esa nación, Luis Inacio Lula da Silva, por supuestos delitos de corrupción.
Una profunda indignación conmueve los cimientos sociales del llamado Gigante Sudamericano donde la derecha política y los sectores empresariales hacen todo lo posible por instaurar un régimen neoliberal, así como impedir por los medios que sean necesarios el retorno de Lula y el Partido de los Trabajadores al poder.
La reforma laboral forma parte del paquete que el poder económico encargó al golpista Michel Temer de impulsar, a cambio de mantenerlo en una presidencia que carece en absoluto de legitimidad legal y tampoco cuenta con ningún respaldo popular.
En realidad se trata de cumplir con viejas apetencias del empresariado que habrían sido imposibles durante las administraciones de Lula y Dilma Rousseff, porque dejan huérfanos a los trabajadores de cualquier defensa a sus derechos.
Más de cien artículos del Código Laboral fueron cambiados para dejar en las manos de los patronos asuntos como la duración de la jornada de labores, que se puede extender hasta diez horas diarias, la eliminación del pago de horas extras, la fragmentación del disfrute de vacaciones según los intereses de los propietarios y la eliminación del derecho de los sindicatos de defender a sus asociados.
A partir de ahora el asalariado queda atado de pies y manos a los antojos de sus empleadores, paradójicamente con el pretexto de “mejorar la oferta de trabajos” y disminuir los costos de mano de obra para ofrecer mayor competitividad a las empresas.
Mejorará, ciertamente, la posibilidad de los propietarios para contratar obreros a tiempo parcial, sin firmar contratos fijos, con sueldos miserables y sin ninguna presión sindical, que eso y no otra cosa es la famosa “flexibilización laboral”.
Al mismo tiempo, el aparato judicial pretende imposibilitar la vuelta al poder del Partido de los Trabajadores de la mano de su fundador, Lula da Silva, a quien un juez sin pruebas en las manos pretende enviar a prisión por un prolongado período de tiempo con el ánimo, en realidad, de evitar su candidatura a las elecciones presidenciales de 2018.
Al no existir ningún sustento para ese veredicto, lo que se busca es agotar el tiempo en la presentación de recursos y otros trámites e impedir de esa manera la inscripción de quien hasta el momento encabeza todas las encuestas de intención de voto y es la única figura capaz de frenar y revertir la embestida derechista contra los derechos del pueblo.
En realidad Lula es víctima de ese proyecto diseñado en Estados Unidos, del que hablamos en reciente comentario, y que recibe el nombre de Plan Atlanta, que consiste en realizar una intensa campaña mediática contra gobiernos y figuras progresistas para luego llevar esas acusaciones falsas ante tribunales previamente comprados.
Esto que ocurre en Brasil es un llamado de atención a todos los pueblos de la región, a quienes invitamos a meditar en aquellos versos del poeta irlandés John Donne escritos hace más de 450 años: “nunca preguntes por quién doblan las campanas, están doblando por ti”.