La Longina de Corona

بقلم: Maria Calvo
2017-07-14 12:02:45

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por  Orlando Carrió

El guitarrista y compositor Manuel Corona, uno de los cuatro grandes de la trova tradicional cubana, y Longina O’Farrill, despampanante mulata de color aceituna, viven, desde el mismo momento en que se miran por primera vez, una de esas historias de amor no correspondido que se clavan en el pecho y no entienden de lógicas y convencionalismos profanos. Ella, le entrega el gesto belicoso de sus desplantes y mudanzas; él, un rayo supremo, la inspiración irrepetible de un eterno mujeriego.

Longina nace el 15 de marzo de 1888 en la localidad habanera de Madruga. Allí, se pasa la niñez y adolescencia bailando rumba y haciendo fechorías, hasta que Nicanor Mella y Cecilia Mc Partland la contratan en la capital como nodriza de Julio Antonio Mella, quien será el ideólogo de la Reforma Universitaria y uno de los fundadores del primer Partido Comunista de Cuba.

Al cumplir los veinte años, la mestiza, con un cuerpo flexible y esbelto, cutis terso, altos senos y una mirada relampagueante, viaja a los Estados Unidos en compañía de la madre de Mella para seguir viviendo ese rito de seducciones y melodramas que no la abandonará en el futuro. Durante su pasajero exilio atraviesa las montañas a campo traviesa, se traga el viento de todo un continente y no se cansa de recibir piropos en inglés, traducidos, en la noche, por la señora «Farlán», como ella llama a la dueña de la casa.

Ya de regreso a La Habana, entra en una compañía  teatral en la cual baila y canta en los coros; pero sus posibilidades de trabajar de nuevo en el extranjero se esfuman cuando su novio, un negro brabucón y callejero, la amenaza con ahorcarla si se sube en el barco.

«Corona y Longina se conocieron en el cuarto que habitaba la trovadora María Teresa Vera, muy conocida después por sus dúos con Zequeira y Hierrezuelo, en una casa de vecindad paradójicamente nombrada La Maravilla —secretea Caridad Miranda Martínez en su apartado digital Una invitación para el conocimiento mutuo. De mis recuerdos—. Ella llegó al lugar llevada por un influyente político llamado Armando André, quien fuera miembro del Ejército Libertador de Cuba y se había licenciado con el grado de comandante.

Durante el encuentro, él, a la sazón, Presidente de la Asamblea del Partido Conservador, pidió a Corona que le compusiera una melodía a la muchacha con la que, parece, mantenía relaciones amorosas. Corona, hijo de insurrectos y tabaquero, no se hizo de rogar y allí mismo garabateó algo con un mochito de lápiz y un papel tan callejero como el polvo. El 15 de octubre de 1918 estrenó Longina, una de las piezas más conocidas de la trova y del cancionero nacional».

Con el tiempo, este andariego de Caibarién, con cara de negro-indio y gruesos lentes, se enamora perdidamente de su musa inspiradora y sufre mucho por verla como «una cosa muy alta para él». El autor del bolero Doble inconsciencia deja, entonces, su destino a merced del verso de esa Longina que aún ruboriza a los amantes deseosos del primer beso.

En el lenguaje misterioso de tus ojos
hay un tema que destaca:
sensibilidad.
En las sensuales líneas de tu cuerpo hermoso
las curvas que se admiran despiertan ilusión.
Y es la cadencia de tu voz tan cristalina,
tan suave y argentada
de ignota idealidad,
que impresionada por todos tus encantos,
se conmovió mi lira y en mí la inspiración.
Por ese cuerpo orlado de belleza
tus ojos soñadores y tu rostro angelical.
por esa boca de concha nacarada
tu mirada imperiosa y tu andar señoril.
Te comparo con una santa diosa
Longina seductora cual flor primaveral
ofrendándote con notas de mi lira,
con fibras de mi alma, tu encanto juvenil.
 

Persistente y místico, el músico compone también para «su mulata», los temas Aurora, Senda opuesta y Rosa negra. Este último, en especial, le sirve para festejar el regreso de la joven de la provincia de Oriente, cuando pensaba que no volvería a verla jamás (te he vuelto a ver, te he vuelto a ver / Longina, seductora, mujer sensacional / tú eres la rosa más linda / de este pensil tropical).

Corona, el recordado guarachero de Acelera, Ñico, acelera, fallece en enero de 1950, en un pobre y olvidado cuarto del bar Jaruquito de Marianao. A su entierro asisten Sindo Garay, Rosendo Ruiz, Tata Villegas, Pancho Majagua y Gonzalo Roig (este último despide el duelo). Entre los pocos admiradores que lo lloran está Longina, quien lo sigue viendo alegre, conversador, luchando a brazo torcido contra su testaruda timidez. La bohemia del creador de La habanera, la sitúa como parte de un planeta único de sueños, sexo y piedra. Bien lo sabe ella.

«A la una de la mañana tocaron a mi puerta para darme la noticia de la muerte de Manuel, y eso me hizo una horrible impresión (…). —le cuenta a Nicolás Guillén, nuestro Poeta Nacional, en una entrevista que publicó La Jiribilla—. Hubiera querido estar a su lado en el instante en que lanzó su último suspiro. Yo sabía que se hallaba enfermo, tuberculoso, y sabía también que no se cuidaba, que se había entregado a la bebida, sin importarle su estado físico. Corona se suicidó, porque si se hubiera cuidado habría vivido algún tiempo más…»

Longina resiste varios lustros más hasta que, un día, le llega el momento de abrazar los secretos de aquel idilio inconcluso:

«Por el ochenta y pico llevamos los restos de Longina O’Farrill a Caibarién para que reposaran junto al que tanta fama le diera y sucedió un hecho muy curioso —narra la cantante Hilda Santana en el comentario digital “Palabras en la evocación” recogido en la revista Mujeres—.  Iban los restos en un coche y al llegar a las puertas del camposanto empezó el caballo a corcovear de mala manera ante la mirada extrañada de los concurrentes. Y dicen los que creen en eso que los caballos “ven” muertos. No sé si es cierto o no, pero el animal no entró al cementerio. Así y todo, nos fuimos hasta la tumba de Corona a sepultarla y allí cantamos sus canciones (…)».



(CubaSí)



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