Adiós al Trotcha

بقلم: Maite González Martínez
2017-10-23 10:30:04

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imagen/JR

Por: Ciro Bianchi

Los vientos que anunciaban la cercanía del huracán Irma terminaron por llevarse lo poco que quedaba ya del hotel Trotcha, en el Vedado. Testigos referirían que vieron cómo se tambaleaba la precaria columnata clasicista de la fachada del establecimiento que, en medio de un estruendo angustioso, no demoró en venirse abajo, y llegar con sus cascotes a la acera de enfrente.

Todavía en las guías turísticas de La Habana correspondientes a los años 50 del siglo pasado, aparecía consignado el hotel Trotcha, en Calzada, esquina a 2. Más acá en el tiempo, desapareció la parte de la instalación que daba servicio de alojamiento y subsistió el local del llamado salón, convertido ya en cuartería. A mediados de la década de 1990, o un poco antes, un incendio reducía a cenizas aquella triste casa de vecindad y dejaba invictas las columnas de la fachada que desaparecieron ahora con los embates del Irma.

En enero de 1890, apenas nueve meses antes de su fallecimiento, el poeta Julián del Casal, luego de un paseo por el «simpático caserío del Vedado», reseñó el Trotcha en una de sus crónicas, y dijo que estaba montado a la altura de «los mejores hoteles de Europa». Renée Méndez Capote lo evoca en sus Memorias de una cubanita que nació con el siglo como un sitio que atraía a los niños por su criadero de cocodrilos y a las damas por sus jardines, donde sobresalían hortensias, dalias, nomeolvides, ixoras, gardenias, violetas… Más acá en el tiempo, Sergio, el personaje de Memorias del subdesarrollo, la famosa película de Tomás Gutiérrez Alea, desde su apartamento en el edificio Naroca, de Línea y Paseo, visualiza el hotel con un catalejo y recuerda que sus abuelos pasaron allí su luna de miel.

Un peñón marino

Bonaventura Trotcha y Formaguera fue el fundador del hotel que llevó su nombre. Nació en Arenys de Mar, Cataluña, y murió en La Habana el 4 de mayo de 1910, luego de unos 70 años de permanencia en la Isla. Fue un enamorado del Vedado; el hombre que posibilitó que el agua del acueducto de Albear llegara a la barriada.

Abrió el salón Trotcha sus puertas en 1883, y ya en 1890, cuando lo visita Casal, se le había adicionado el área hotelera.

Escribía el poeta en su crónica:

«Llegamos al risueño pueblecito, el más tranquilo, el más pintoresco y el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la capital.

«Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones. La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y los que no se atreven a alejarse del suelo natal.

«Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión de los temporadistas, y se ha convertido en magnífico hotel, semejante a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias».

Renée Méndez Capote, que nació con el siglo, decía por su parte:

«El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante la uva caleta. Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse interrumpidas por las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada. Todas las demás eran trillos abiertos entre la maleza, derriscaderos y dientes de perros. En la loma había pocas casas, la mayoría con techos de tejas catalanas. Y en la parte baja, además de alguna que otra casa quinta, solo recuerdo al Hotel Trotcha, la casona de tablas de la Asociación de Propietarios y alguna casa de dos pisos muy cerca del mar».

Letras y números

Los orígenes del Vedado como barrio residencial hay que buscarlos en 1858, cuando el Ayuntamiento de La Habana aprobó la parcelación de la finca El Carmelo. Era propiedad de Domingo Trillo y Juan Espino y se extendía desde Paseo al río Almendares, entre lo que es hoy la calle 21 y la línea de la costa. Poco después, el conde de Pozos Dulces, famoso economista y publicista, y sus hermanas, obtenían autorización para parcelar su finca El Vedado, que ocupaba el espacio comprendido entre G y 9 y los límites de El Carmelo. La urbanización continuó más tarde con la zona de Medina, en dirección a la calzada de Infanta, vía que marcaba entonces el límite este de la capital cubana, y se extendió hacia el Castillo del Príncipe. Con el tiempo, el área que abarcan esos repartos sería conocida como El Vedado. Era la antigua zona vedada, de ahí su nombre, donde se prohibía vivir, sembrar, talar y criar ganado en interés de la defensa de La Habana.

El ingeniero Luis Iboleón Bosque fue el urbanista de ambas fincas. En El Carmelo las calles se identificaron con números pares, de menor a mayor, desde Paseo hasta el río, y se dio números impares a las calles desde el mar. En el Vedado no quedó otra alternativa que nombrar con letras las calles, aunque se aprovecharon los números impares de las vías paralelas al mar.

La venta de terrenos fue lenta en el Vedado. Hacia 1870 existían solo unas 20 viviendas, casi todas en Línea y en la calle Calzada. El doctor Antonio González Curquejo fue de los pioneros. En 1880 construyó en la esquina de Línea y B una residencia que aún se mantiene milagrosamente en pie. También la familia Labarrere, que en 1891 construyó su vivienda en 3ra. entre Paseo y A, frente al Cuerpo de Ingenieros. Esa casa, con ligeras modificaciones, sigue habitada, hasta donde sabemos, por la misma familia.

¿Comercios? En Calzada entre Paseo y 2 estuvo la botica del doctor Bueno, quizá la más antigua del Vedado, y en Línea y D estaba el quiosco de don Salvador, con su expendio de zambumbia, agua de Loja, horchata, agua de cebada… Entre los cinematógrafos de la barriada menciona la Méndez Capote la sala Vedado, en Calzada y Paseo. Cine de categoría, de a 20 centavos la papeleta, con sillas de tijera que el público movía a su antojo en la platea y con palcos que eran alquilados por las familias. El cine Gris, en E entre 17 y 19, de menor rango, disponía de una tertulia ruidosa y alegre. Sus palcos tenían una particularidad: resultaba casi imposible ver la película desde ellos. Otra vedadense de cepa, la Doctora Adelaida de Juan, recuerda también el cine Gris, más acá en el tiempo, por los enormes cucarachones que volaban por encima de la pantalla y que a veces se posaban en la cara del actor. El cine-teatro Trianón fue, en los años 20, uno de los principales de la capital, y el teatro Auditórium, hoy Amadeo Roldán, en Calzada y D, se inauguró el 28 de diciembre de 1928. Era propiedad de la Sociedad Pro Arte Musical y dispuso de    2 600 asientos y 24 palcos.

 Hasta 1895 hubo un desarrollo notable en el caserío de El Vedado. La cercanía del mar hizo que el barrio cobrara relevancia. En la línea de la costa, desde G hasta 6, se establecieron, a partir de 1864, varios balnearios. La calle E fue conocida popularmente con el nombre de Baños, porque llevaba a las pocetas del balneario El Progreso. Muy cerca del Trotcha, en lo que hoy sería Malecón y Paseo, estaban los baños de Carneado.

Tras el fin de la Guerra de Independencia, en 1898, y la instauración de la República neocolonial, en 1902, el Vedado adquirió un auge inusitado. Los ricos de abolengo abandonan la atestada y ruidosa Habana Vieja y compran terrenos y construyen en la barriada. Lo hacen también los nuevos ricos y no pocos altos oficiales del Ejército Libertador que cobran sus haberes. Llegan además los que hacen fortuna a costa de la política y se asientan, por lo general, en los alrededores de la Universidad; una zona que la voz popular bautizó como el barrio de los apaches. Es allí donde construyen sus residencias Gerardo Machado (27 entre L y M), Orestes Ferrara (San Miguel esquina a Ronda), José Manuel Cortina (actual Casa de la FEU), el general Alberto Herrera y el comandante Rogerio Zayas Bazán, ambos en L entre 23 y 21, viviendas estas que ya no existen.

Visita guiada

Se traspasaba la verja de hierro cuyas hojas se mantenían permanentemente abiertas y el visitante accedía al jardín del hotel Trotcha. Era el llamado Jardín del Edén por hallarse ubicado junto al área así denominada del establecimiento. En los ángulos del jardín se encontraban cuatro glorietas espaciosas bajo cuya sombra descansaban los huéspedes y saboreaban sus bebidas predilectas.

El área destinada a alojamiento era de madera. El salón se componía de dos pisos. En el primero, al nivel del jardín, se hallaba el restaurante, un largo salón, rodeado de refinados gabinetes. Allí se daban cita, en los días festivos, numerosas familias habaneras, pertenecientes a las más altas clases   sociales.

Apuntaba Julián del Casal en su crónica: «Todo parece que convida a satisfacer las más imperiosas de las necesidades humanas. Las mesas elegantes, cubiertas de blancos manteles; los platos de fina porcelana, fileteados de rayas doradas; los manjares exquisitos, servidos en fuentes de plata; la profusión de licores, suficiente para todos los caprichos; y la finura de los dueños que se desviven por complacer a sus favorecedores hacen que este lugar sea el escogido por las personas de gustos refinados».

Se dejaba atrás el restaurante y se ascendía por una ancha escalinata de mármol, rodeada de una baranda verde. Franqueado el dintel, se entraba a un salón ornado de muebles labrados, espejos venecianos, alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots. «Este salón tiene la apariencia de un parloir inglés», comentaba Casal. Seguían las habitaciones de los huéspedes, lujosamente decoradas.

Esplendor de las ruinas

«Todo pasó cuando ya fue pasado», exclama José Lezama Lima en uno de sus más célebres poemas.

Ya no queda nada de aquel hotel. Ni siquiera su columnata clásica que desafiaba al tiempo en una esquina privilegiada de La Habana hasta que se la llevaron los vientos del huracán Irma. Seguirá vivo en el imaginario de los habaneros que preferimos el esplendor de unas ruinas al mal gusto constructivo de los nuevos ricos.



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