A cien años de su nacimiento en la ciudad de Matanzas, el 11 de diciembre de 1917 –precisión corroborada por el feliz hallazgo de la partida de bautismo que corrige la fecha hasta hace poco dada por buena: el mismo día pero de 1916–, el reinado de Dámaso Pérez Prado sigue intacto.
Su legado, compartido por Cuba y México y extendido a otras partes del mundo, va mucho más allá de lo que resulta más conocido, su relación con el mambo.
Despejada la polémica acerca del punto de partida del género y consolidada la visión mucho más equilibrada del asunto a partir de las apreciaciones de los musicólogos cubanos Leonardo Acosta y Radamés Giro, al argumentar cómo en los años 40 del pasado siglo el mambo estaba en el ambiente, nadie le discute al músico matancero la paternidad en la cristalización de un estilo, de un modo de hacer, que revolucionó la música popular con implicaciones que llegan hasta nuestros días.
Esa percepción, que recorrió de abajo arriba la sensibilidad de amplias capas de la población en los países de la cuenca caribeña apenas dos años después de que la placa de 78 revoluciones por minutos contentiva de Qué rico mambo y Mambo número 5 iniciara desde México su distribución internacional, derivó en convicción de la que se hizo eco una vanguardia intelectual desprejuiciada y con la brújula orientada hacia la defensa de una identidad propia.
No es casual que en 1951 dos escritores que con el tiempo figuran en el Olimpo de las letras latinoamericanas, prestaran atención a la obra de Pérez Prado. Alejo Carpentier señaló: «Soy partidario del mambo, en cuanto este género actuará sobre la música cubana como un revulsivo, obligándola a tomar nuevos caminos».
Un muy joven Gabriel García Márquez, observó desde un diario de Barranquilla: «Cuando el serio y bien vestido compositor cubano, Dámaso Pérez Prado, descubrió la manera de ensartar todos los ruidos urbanos en un hilo de saxofón, se dio un golpe de estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos. (…) El maestro Pérez Prado ha descubierto la tecla definitiva en el corazón de todos los muchachitos que silban en todas las esquinas del mundo».
A uno y al otro el tiempo daría toda razón. El mambo fue pretexto y plataforma para que Pérez Prado experimentara con la orquestación.
Descolocó la lógica prevaleciente en el desarrollo de los géneros precedentes al plantear un enfoque diferente en la estructura temática, llevó los instrumentos de viento-metal a encarar un papel percutivo, aprovechó los timbres de cada cuerda de su orquesta para trabajar diversos planos por yuxtaposición o contraste y en la base apeló a múltiples combinaciones extraídas de la herencia africana presente en la tradición cubana y las proyectó con absoluta novedad.
Cierto es que tuvo conocimiento de las pautas seguidas por las corrientes principales del jazz norteamericano en su época, particularmente el cultivado por las grandes bandas, pero hay que hacer justicia para señalar que la vertiente latina de esa expresión, comenzando por la llamada afrocubana, le debe muchísimo a él.
No hablemos únicamente de la furia del mambo en el Nueva York de los años 50, o del irresistible magnetismo que ejerció en tantísimos compositores, intérpretes y orquestadores como Tito Puente, Joe Loco, Gilberto Valdés y los norteamericanos Perry Como, Stan Kenton, Woody Herman, Carl Tjader y Rosemary Clonney, quien explotó hasta la saciedad una caricatura del género que su autor Bob Merrill tituló Mambo italiano y luego cantaron desde Dean Martin a Bette Midler.
En Cuba, la banda gigante del genial Benny Moré, la Riverside de los 50, la Sabor de Cuba de Bebo Valdés, la agrupación de Leonardo Timor, y después, la Orquesta Cubana de Música Moderna, Irakere y NG la Banda cuentan en parte de sus raíces, en unos casos más visibles que en otros, con la savia fecundante de Pérez Prado.
Bastaría con señalar la impronta perezpradiana en dos obras icónicas del jazz latino: Mambo influenciado, de Chucho Valdés –tampoco se debe olvidar que el maestro matancero fue un excelente pianista; ahí está, entre tantos botones de muestra, el Mambo en trío, que compartió con su compatriota Juan Bruno Tarraza y el chiapaneco Chamaco Domínguez en una grabación para el cine mexicano–; y Mambo Mongo, que unió al percusionista Mongo Santamaría con el trompetista Dizzy Gillespie y el armonicista belga Toots Thelemans.
Todo lo que tocó Dámaso, cual rey Midas, derivó en apropiación singular. Además de las composiciones de su autoría, arrimó a su brasa las más diversas especies de otros compositores y latitudes. Era un adelantado. Un ejemplo: la pieza de 1955 titulada Cuban rock. Otro: su Concierto para bongó, de 1965. Mucho camino le queda al reinado de Pérez Prado.
Por: Pedro de la Hoz/Granma.