La Habana, 18 ene (RHC) Antonio Vidal fue y es uno de los artistas más consecuentes y honestos en la historia de las artes plásticas cubanas.
Abstraccionista de pura cepa, nunca alardeó de una opción estética que adoptó sin poses ni ánimo de crear escuela ni de obtener recompensas a toda costa, ni de seguir una moda.
Trabajó sin reposo sobre la base del máximo rigor, lo cual no quiere decir que renunciara a la intuición que lo llevó a plasmar obras de extraordinario calibre emocional.
Durante más de dos décadas ejerció la docencia en la Escuela Nacional de Arte, donde cultivó discípulos, cosecha que se extendió más allá de la cátedra, puesto que en él la condición de maestro fue inherente a su actitud creadora y cívica.
Cuando en 1999 merecidamente recibió el Premio Nacional de las Artes Plásticas por la obra de una vida, los jóvenes de entonces estuvieron entre los que con mayor ardor promovieron su candidatura.
Los jóvenes de hoy, creadores y público, deben ser los principales destinatarios de la exposición que hasta febrero ocupa una de las salas del Museo Nacional de Bellas Artes.
Soy de las que piensa que el título de la muestra, El paseante solitario, debe revertirse en una inteligente compañía desde la observación y el disfrute por parte de los espectadores que asisten a la institución en estos tiempos de clausura del segundo decenio del siglo XXI.
Curada por Roberto Cobas y Yahima Rodríguez, y desplegada mediante el ordenamiento museográfico de Yusleidy Llerena, la exposición pone ante nuestra pupila un selecto grupo de 27 óleos, temperas, tintas, collages y grabados realizados entre 1952 y 1991, al que se añaden 12 esculturas en hierro facturadas a inicios de los años 80.
La mayoría de las obras pertenecen a los fondos del Museo Nacional de Bellas Artes y a la colección atesorada por su compañera Gladys Domínguez, quien ha velado con celo por preservar la memoria de Vidal.
Allí se tiene una síntesis de la evolución del lenguaje pictórico de Vidal por las diversas rutas que emprendió para ser fiel a sí mismo: el abstraccionismo nunca fue entendido por él como cárcel estética, sino más bien como punto de partida para llegar a formulaciones cromáticas, espaciales, táctiles, constructivas, en las que, en muy disímiles tesituras, dio rienda suelta a un lirismo peculiar.
No acostumbraba a titular sus obras, prefería que la mirada del otro escudriñara la suya y, más que interpretar, sintiera las vibraciones emanadas de cada composición.
Hubo excepciones, de las cuales en Bellas Artes se observan dos sumamente significativas: el óleo de medianas proporciones Ofrenda a los caídos de la Revolución, pintado durante la fase final de la lucha contra la dictadura en 1958; y La voz de Cuba, collage hecho con recortes de la prensa de 1962 que daban cuenta de la resistencia popular frente a los peligros de agresión.
Al incursionar en la escultura, lo hizo también desde la abstracción, en un notable esfuerzo de síntesis formal en la cual se advierte una línea de continuidad con una zona de su creación en soportes convencionales.
Desde que formó parte del grupo Los Once, parteaguas en la producción artística de la Isla en los años 50, hasta sus últimas obras, Vidal encarnó una poética que mantiene su plena vitalidad. Habrá que afirmar con su colega Fayad Jamís cuando aseguró que Antonio Vidal era “un raro explorador de la realidad”. (Fuente: Granma)