Desentrañando la Conspiración de la Escalera

بقلم: Lorena Viñas Rodríguez
2019-07-01 08:39:33

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Así representó un dibujante del siglo XIX al castigo aplicado a los esclavos. (Autor no identificado)

Por: Pedro Antonio García

La Habana, 1 jul (RHC) Cuenta la tradición que, camino a la muerte, en el amanecer del 28 de junio de 1844, Gabriel de la Concepción Valdés Plácido iba recitando los mejores versos de su obra poética, la Plegaria a Dios, que Menéndez y Pelayo consideraba una de las piezas cumbres de la lírica en lengua española.

Acompañaban al bardo habanero residente en Matanzas, según un reporte del periódico Aurora publicado por aquellos días, el teniente de las milicias pardas Jorge López; el hacendado Santiago Pimienta, propietario de 19 caballerías y 17 esclavos; el músico José Miguel Román, dueño de una afamada academia; Andrés Dodge, dentista de reputación educado en Londres; el sastre Pedro Torres y otros negros y mulatos de menor solvencia económica como Manuel Quiñones, Antonio Abad, José de la O, alias Chiquito, Bruno y Miguel.

Ellos formaban parte del grupo de 78 fusilados por las autoridades colonialistas como escarmiento de la llamada Conspiración de la Escalera, una siniestra conjura –decían los funcionarios de la corona– “organizada por los negros para exterminar a los blancos, disfrutar de sus mujeres, devastar el país, expropiar a los terratenientes y adueñarse, como obligado colofón, del gobierno de la Isla”.

Llama la atención a cualquiera que consulte los legajos del proceso judicial seguido a los involucrados que contra ellos no se esgrimió evidencia alguna. No se les halló un plan para la sublevación, una proclama, una lista de complotados, un manifiesto o una bandera que probara la existencia de un complot de tamaña magnitud. Solo aparecen en las actas las supuestas confesiones bajo tortura en la que los interrogados solo podían contestar con un sí o un no a las preguntas que se les hacían.

Antecedentes

Entre 1831 y 1840 entraron en Cuba, según fuentes españolas, unos 194 000 africanos encadenados, aunque investigadores como Juan Pérez de la Riva estimaban que en realidad fueron alrededor de 300 000. Según el censo de 1841, había más de 436 000 esclavos en la Isla –aproximadamente el 43 por ciento de la población total de Cuba, entonces de un millón de habitantes–, que, sumados a 150 000 negros y mulatos libres, comprendían algo más del 58 por ciento de los pobladores del país (la cifra de peninsulares y criollos blancos solo alcanzaba los 418 000). Según el historiador José Luciano Franco, la población esclava en Matanzas superaba la cifra de 100 000.

En la quinta década del siglo XIX proliferaron las fugas cimarronescas y las revueltas. La primera de estas estalló en la noche del 26 de marzo de 1843 en el ingenio matancero Alcancía y rápidamente se extendió a las haciendas cercanas (La Luisa, La Trinidad, Las Nieves, La Aurora, el cafetal Moscú y el potrero Ranchuelo) y al pueblo de Bemba (Jovellanos), donde se rebelaron los esclavos que trabajaban en el almacén del ferrocarril.

Luego, en noviembre, se levantaron las dotaciones de los ingenios Triunvirato y Ácana. La oleada se extendió por toda la llanura de Colón cuando los sublevados invadieron los ingenios La Concepción, San Miguel, San Lorenzo y San Rafael.

A inicios del siguiente diciembre, la esclava Apolonia (aparece en los documentos indistintamente con ese nombre o los de Polonia, Petrona y Petronila Gangá), barragana de Esteban Santa Cruz de Oviedo, propietario del ingenio Santísima Trinidad, delató otra rebelión que según ella se preparaba para la noche de navidad y que abarcaba, aparte de esa fábrica de azúcar, las de Santa Rosa y Santo Domingo, de Domingo Aldama; la Majagua, de Gonzalo Alfonso, y La Trinidad, de Francisco Morejón. De acuerdo con la informante, la sublevación perseguía, entre otros objetivos, el incendio de todas las propiedades y la muerte de sus dueños.

Santa Cruz de Oviedo, temeroso, compareció ante las autoridades coloniales de Matanzas. Posiblemente sin proponérselo, el terrateniente esclavista prefiguraría el papel que años después desempeñaría el celador del Cementerio de Espada en el caso de los estudiantes de Medicina: proporcionar un motivo a funcionarios venales con el cual se pudiera enmascarar con una causa supuestamente política un desmedido afán de enriquecimiento, en 1844 a costa de los negros y mulatos libres con cierto poderío económico; y en 1871, a expensas de la aristocracia criolla capitalina que haría de todo por salvar a sus hijos.

No solo fueron expoliados quienes resultaron sancionados en el proceso. Según testimonio de Francisco Jimeno, coetáneo de Plácido, “todos los hombres de color que poseían algunos bienes y se salvaron quedaron completamente arruinados: la pintura que hace Calcagno en sus Poetas de Color de los desórdenes y de la prostitución a que se vieron obligadas las mujeres e hijas de los presos, tiene mucho de verdad, y las escandalosas escenas que en Matanzas tuvieron lugar muchos pueden atestiguarlas”. El fiscal de la causa de Plácido –aseguraba Jimeno– se había premiado con $14 000 de honorarios, y trató de embargar los bienes de Dodge para cobrarlos a sus expensas, lo que no logró por las gestiones de un habilidoso y honesto abogado matancero, precisamente padre del testimoniante.

De acuerdo con la tradición, a aquellos venales funcionarios –en los que incluyo al capitán general O’Donell –, les hacía falta fabricarle un jefe a la “conspiración”. El seleccionado fue Plácido. Treinta y cinco delaciones que lo incriminaban fueron obtenidas. Atados a unas escaleras –las cuales les dieron nombre a la “conspiración”–, decenas de esclavos, reos por convicción, eran azotados hasta arrancarles la confesión o la vida. Se supone que más de 300 murieron en esas sesiones de tortura.

¿Por qué el poeta?

Como subrayara Jimeno en el antepasado siglo, “se hace difícil suponer fuera Plácido elegido como jefe principal de la conspiración, pues ni su posición social, ni su carácter ni la poca popularidad que entre los negros gozaba, hace presumible esa elección”. Sin tal vez darse cuenta, Francisco Calcagno nos da la clave al valorar al bardo: “No canta sino a Cuba, y si alguna vez su fantasía salió de ella, es para cubanizar, por decirlo así, todo lo que pudo”.

En una frecuencia similar se manifestó Cirilo Villaverde, quien en carta a Calcagno, en 1871, le afirmaba: “Debe distinguirse la clase de inocencia de Plácido: él no aspiró al dominio de la clase de color sobre la blanca, que fue el crimen que le achacaron y aparece que fue aquel porque lo mataron.

Todas sus simpatías y relaciones eran con los blancos; él, como todos los criollos cubanos, sin distinción de razas, deseaba la revolución que debía sacarle de la sujeción en que se veía aherrojado. De la culpa porque lo mataron, lo creo inocente”. A su vez Vidal y Morales, en correspondencia con el autor del Diccionario Biográfico Cubano, le reprochaba en 1876: “No debe usted afirmar un hecho que el mismo poeta negaba al exclamar en el Adiós a su lira, Soy inocente. La posteridad conmovida ante el sublime canto del poeta, al borde del sepulcro, lo cree inocente, y es manchar su memoria afirmar que fue culpable, cualquiera que sea el colorido que se pretenda dar al hecho, a cuyo fin se sostiene que contribuyó poderosamente. A fin de cuentas, si fue culpable, su culpa fue la de conspirar por la libertad”.

A Plácido lo ejecutaron los colonialistas españoles, como acertadamente subrayó el colega Pedro de la Hoz, por lo que “embrionariamente representaba: la temprana urdimbre de lo que luego Guillén llamaría color cubano y la emergencia de una identidad inclusiva, aglutinante, transgresora de compartimentos estancos”.

Retrospectiva desde 2019

A parte de los 78 fusilados, se sancionaron a más de 600 personas a penas de presidio entre ocho y 10 años, de un año a seis meses a más de 300; y 433 negros libres fueron desterrados. En esta lista no se contempla el caso del capitán de milicias Santiago Rueda, el único abogado defensor que se le permitió a un acusado, Tomás Vargas, quien después de ser absuelto, el mismísimo O’Donell revocó la sentencia y terminó fusilado, mientras que a su defensor lo condenaron a tres meses de arresto.

Del total de personas que resultaron involucradas, más del 70 por ciento eran negros y mulatos libres, los esclavos solo sumaban una cuarta parte y de ella, poco más del 10 por ciento pertenecía a las plantaciones. Alrededor de 100 blancos aparecieron implicados, la mayor parte resultó absuelta, pero uno fue fusilado.

A 175 años de aquellos hechos se impone una reflexión. La única conspiración que hubo en Cuba durante 1844 fue la de las autoridades españolas interesadas en reprimir a las capas medias de los negros y mulatos libres que habían alcanzado cierta solvencia económica. No hay evidencia alguna de que la rebelión que preparaban los esclavos del ingenio Santísima Trinidad tuviera ramificaciones en las ciudades.

Y si alguna duda tienen los lectores, démosle la palabra a José de la Concha, capitán general de la corona española en la Isla de Cuba quien, en su informe al Ministerio de Gobernación, fechado el 21 de diciembre de 1850, consignó: “En la época del digno Teniente General D. Leopoldo O’Donell que gobernó con firmeza, se instruyó una causa a consecuencia de las manifestaciones que hizo cierta negra esclava, denunciando la existencia de una vasta conspiración entre la gente de color. Los fallos de la Comisión Militar produjeron el fusilamiento, la confiscación y la expulsión de la Isla de muchos individuos de la raza de color, pero sin habérsele encontrado armas, municiones, papeles u otro cuerpo de delito, que comprobase semejantes conspiraciones, ni aun la hiciese presumible, a lo menos, en la gran escala que abrazan las investigaciones judiciales”. (Fuente: Bohemia)



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