Por: Mary Luz Borrego
La Habana, 9 sep (RHC) Dueño del latifundio y la empresa azucarera más grandes del mundo durante la neocolonia en Cuba, contaba entre sus propiedades con los ingenios de Tuinucú y Guayos.
Ahora la Ley Helms-Burton le da derecho a reclamarlos. Escambray devela los lados oscuros de esa familia y los lazos actuales de sus descendientes con la mafia de Miami y el gobierno norteamericano.
Bien atildado, con elegante sombrero y ropa blanca de montar, aquella mañana don Manuel Rionda detuvo brevemente su brioso caballo para saludar con amabilidad a algunos trabajadores a su paso por el batey Tuinucú antes de arrendar camino a la Reguera, la quinta de recreo que la familia había construido para el disfrute propio y de sus amigos de confianza, al borde del río cercano.
—Total —de seguro masculló para sí—, “esos pobres diablos son los que en realidad nos están manteniendo”, una frase que escribiera con desprecio años después en una carta a su pariente Oliver K. Doty, a la sazón administrador del ingenio.
Durante sus esporádicos viajes a Tuinucú a principios del siglo pasado, don Manuel Rionda disfrutaba tanto del humo eficiente de las torres de su ingenio como de la majestuosa casona vivienda, donde residían varios hermanos: ocupaba una gran extensión de terreno frente al parque, cercada por columnas de ladrillo y rejas, bordeada de jardines de ensueño donde crecían buganvillas, crotos, laureles y otras mil y una variedades de plantas ornamentales y frutales traídas de medio mundo.
El acucioso historiador de esa comunidad, el difunto Eladio Santiago Serrano, recordaba en una de sus investigaciones que por aquel entonces “Manuel Rionda se presentaba como muy atento, jovial y asequible”, a todas luces la piedra angular de una estrategia familiar para ganarse la consideración de los lugareños en la zona donde comenzaron a establecerse desde finales del siglo XIX.
Pero, evidentemente, con excelentes modales y acciones de buen samaritano el clan Rionda no llegó a comprar durante la neocolonia 18 centrales de un golpe, a adueñarse de más de 27 300 caballerías de tierra* —que probablemente constituyeron el latifundio más extenso del mundo en ese tiempo—, ni a crear la Cuba Cane Corp, considerada en su época la mayor empresa azucarera del planeta**, por solo mencionar algunas de sus más notables corporaciones y posesiones en la Cuba prerrevolucionaria.
El pasado 6 de agosto se cumplieron 59 años de que el proceso de nacionalización llevado adelante por la naciente Revolución recuperara el ingenio Tuinucú para los cubanos y en el propio 1960 el resto de los centrales y grandes propiedades de los Rionda también pasaran al patrimonio de la nación, junto a las tierras ya restablecidas un año antes por la Ley de Reforma Agraria.
En la década del 70 del siglo pasado, la Comisión de Ajuste de Reclamaciones Extranjeras de los Estados Unidos había recibido 8 765 demandas por pérdidas de individuos norteamericanos y de corporaciones anteriormente activas en Cuba, entre ellas las de New Tuinicú Sugar Co., New Tuinicú Sugar Co. Inc, Czarnikow Rionda, Francisco Sugar Corp y Manatí Sugar Corp., todas pertenecientes a esta familia y cuya suma superaba los 170 625 200 dólares.
Ahora la Ley Helms-Burton intenta regresar el tiempo atrás, dar curso a aquellos requerimientos y devolver ese patrimonio a los antiguos dueños o sus descendientes. Escambray visitó Tuinucú y hurgó en cientos de páginas impresas y digitales para conocer el verdadero rostro de la familia Rionda, su simulación en estas comarcas, las huellas macabras que dejaron en Oriente —donde incluso murieron asesinados en sus predios los líderes obrero y campesino Amancio Rodríguez y Sabino Pupo—, los lazos actuales de algunos de sus descendientes con la Fundación Nacional Cubano Americana, su contribución a la campaña de los candidatos por la presidencia de Estados Unidos y hasta sus presiones para aprobar la propia Ley Helms-Burton.
Génesis y esplendor de un imperio
Todos los autores consultados aseguran que los Rionda llegaron a Cuba procedentes de España. Francisco, el mayor de los hermanos, se había convertido en próspero comerciante y propietario de ingenio en Matanzas. Gracias a sus vínculos con un empresario norteamericano, pudo enviar a Manuel a estudiar a Estados Unidos, donde se convirtió en agente de la filial norteamericana de la casa inglesa Czarnikow, MacDougall & Company, una empresa operadora en Nueva York e Inglaterra de azúcares, mieles y derivados, que se consideraba la mayor comercializadora mundial de esos productos.
Las habilidades del joven comenzaron a despuntar entre los círculos azucareros de Wall Street, hasta llegar a conocerse como “el Rey del azúcar”. A inicio de los años 90 del siglo XIX, Manuel Rionda compró el ingenio Tuinucú, antes adquirido por otro de sus hermanos, quien enseguida murió ahogado en el río cercano.
De ahí en adelante, casi sin respiro, la familia comenzó en escalada a engullirse parte significativa de Cuba, liderada por don Manuel, a quien el investigador Oscar Pino Santos en su artículo “La ley de reforma agraria de 1959 y el fin de las oligarquías en Cuba” describió como “el más emprendedor, notable y sin duda poderoso magnate azucarero que jamás operara en la bolsa y otros escenarios financieros de Nueva York; así como en la industria del dulce en Cuba. El día llegará en que hasta en las historias más convencionales de nuestro país, el papel desempeñado por este personaje durante el primer tercio del período seudorrepublicano requerirá más páginas de exposición que las dedicadas a José Miguel Gómez, Alfredo Zayas o Mario García Menocal”.
Este sujeto contrajo matrimonio con la hija de un magnate estadounidense de las comunicaciones y comenzó a establecer una nutrida red de relaciones sociales, empresariales y financieras, claves en toda su trayectoria. Aunque no tuvo descendencia, se convirtió en tutor de los sobrinos y cabeza de los negocios familiares. Siempre contó con sus allegados para dirigir las múltiples empresas donde participó, en Tuinucú especialmente con su cuñado Pedro Alonso y con Oliver K. Doty, esposo de otra Rionda.
Bien pronto cambió de nombre el ingenio por el rimbombante The Tuinucú Sugar Company, fundada de conformidad con las leyes de Nueva York. En la extensa lista de propiedades de la firma Rionda y Cía aparecen a partir de entonces con distintos nombres la Cuban American Sugar Co., la Cuban Trading Co, la Manatí Sugar Company y la Atlántica del Golfo, entre muchas otras nacidas con capital propio o en asociaciones con ingleses y norteamericanos.
Pero sin dudas el paso más osado de este clan llegó con el auge de la demanda de azúcar provocado por la Primera Guerra Mundial. Para enfrentarlo crearon la Cuba Cane Co., que invirtió solo entre 1915 y 1916 la sensacional cifra de unos 50 millones de dólares para comprar unos dicen que 17 y otros que 18 centrales y sumarlos a los otros seis que ya poseían para obtener notables utilidades.
Propietarios absolutos o importantes socios, los Rionda extendieron sus garras por la región oriental en los centrales Manatí, Elia, Céspedes, Francisco… Sin mencionar su extenso latifundio cañero que como el propio don Manuel reconocía a los accionistas de la Cuba Cane, “adquiridas esas tierras a precios muy razonables (…) no excediendo de 1 200 la caballería, o sea 37 dólares por acre”.
El también llamado Barón del azúcar en Cuba se consolidó como el mayor empresario del sector y uno de los hombres de negocios más importantes de su época. Contrató préstamos en los bancos norteamericanos avalados por sus propiedades para ampliar o construir nuevas capacidades, y forjó complejas redes trasnacionales y locales. Mediante sus compañías Czarnikow-Rionda y la Cuban Trading incluso exportaba el producto de sus centrales y se abastecía de maquinaria y otros insumos.
Los estudiosos convergen en que para burlar las leyes y el fisco el clan Rionda cada cierto tiempo transformaba el nombre de sus empresas: por ejemplo, a fines del 38 del pasado siglo las tierras del Tuinucú aparecían a nombre del administrador del central Elia; mientras que las áreas de este último ingenio se encontraban a nombre de Manuel A. Lage, jefe de oficina del Tuinucú.
Quisquilloso y competente en extremo, Manuel Rionda ordenaba que enviasen a sus oficinas de Nueva York muestras de caña y sacaran fotografías de todas las operaciones agrícolas. También fue favorable a la introducción de métodos científicos en las plantaciones. Sus instrucciones eran seguidas al pie de la letra.
En el mimado ingenio Tuinucú
Quizás porque buena parte de la familia se asentó allí, los Rionda convirtieron las comarcas del Tuinucú en uno de los más hermosos parajes campestres de Cuba y mantuvieron ciertas deferencias, aún hoy recordadas por algunos de sus pobladores.
Dicen que doña Isidora, la hermana que más tiempo permaneció por acá y a quien el trovador Miguel Companioni le dedicó una canción de cumpleaños, en muchas ocasiones se comportaba como benefactora de la comunidad: ofrecía alimentos y dádivas a los vecinos, se interesaba por la educación de los niños, les donaba ropa y calzado, así como golosinas y juguetes en días festivos.
Durante la época de oro del ingenio —considerada a partir de 1910—, comenzaron a ampliar y modernizar la fábrica, expandir sus tierras, construir líneas de ferrocarril y levantar un batey a su antojo, con una tienda de víveres, nuevas casas para empleados de confianza y calificados, oficinas, calles, albergues confortables para los técnicos yanquis, áreas deportivas, la Sociedad de Instrucción y Recreo, colegio, iglesia, servicios de agua y electricidad.
En amargo contraste, también nacieron barracones para los trabajadores —fundamentalmente españoles y negros—, y los bohíos de guano con piso de tierra en las colonias de caña: “Aquí la vida era muy precaria, los obreros trabajaban unos meses y lo otro era el tiempo muerto, se buscaban la vida en la caña, haciendo carbón, en lo que encontraran. Había un mayoral que era déspota y rígido. En el patio de los Rionda los mangos se podrían y nadie los podía recoger”, recuerda el anciano Enrique González.
Aunque los obreros de Tuinucú recibían ciertos privilegios con respecto a los de otros ingenios —por ejemplo, les otorgaban bonificaciones o anulaban algún crédito—, allí se mantenía un notable desempleo, extenso horario de trabajo de más de 12 horas, discriminación racial y “los primeros desalojos campesinos en la provincia los ejecutó la compañía Tuinucú a fines de 1898 (…) en vegas y tierras dedicadas a ganado mayor para futuras siembras de caña y construcción de redes ferroviarias”, puntualizó en sus investigaciones Santiago Serrano.
Ya en 1920 los trabajadores presentaron un pliego de demandas donde se incluían la jornada de ocho horas y aumento del salario, entre otras, que fueron rechazadas por la compañía. Mientras los de abajo penaban y demandaban, en una nómina de la época aparecía doña Isidora cobrando 200 pesos oro en la quincena solo por atender la casa: “Por muchas ventajas, facilidades y comodidades que ofrecieran a los moradores del batey no revertían ni un medio por ciento de sus ganancias en los trabajadores”, concluyó el historiador.
Y la ampliación de sus dominios no cesaba. En 1926 el clan decidió construir una fábrica para la producción industrial de papel, inversión que no fructificó y en la década del 40 se aprovechó para instalar la destilería Paraíso S.A. En ese propio período también ejecutaron una planta para la preparación de abonos químicos en Sancti Spíritus, y luego otra para refrescos en Banao llamada Red Rock Cola Bottling Co. El central La Vega —luego Reemberto Abad Alemán, de Guayos— también aparecía entre sus propiedades.
Cuando el negocio de azúcar en Cuba disminuyó y quebraron varias compañías a inicios de los años 30, aumentó el tiempo muerto en el ingenio. Para los obreros se establecieron créditos en víveres, anticipos en dinero que daba la compañía y al comenzar la zafra ya mantenían una enorme deuda. Durante la crisis del 29 al 32 la Company reforzó salarios de miseria: entre 10 y 15 centavos el ciento de arroba de caña cortada y el tiro a 15 o 16 centavos.
En las colonias del ingenio las casas se levantaban con yagua, guano o tabla de palma, el piso de tierra y como letrina el cañaveral más próximo. Los campesinos apenas compraban harina, petróleo para el alumbrado, pan, azúcar y arroz. Su plato fuerte: tasajo ocasional o caldo de pescado, cuando vivían cerca del río. Los niños de La Esperanza sobrevivieron a veces comiendo bledo y verdolaga.
Durante todo este período la peor parte la llevaban los campesinos. Así lo recuerda Hilda Mantilla, hija junto con otros seis hermanos de un cortador de caña, quien trabajaba desde la madrugada hasta el oscurecer para ganarse unos quilos allá en Sabanilla.
“El más chiquito de ellos era abusivo, se llamaba Manolito Rionda, mandaba a dar candela a los cañaverales sin importarle si se quemaban nuestros ranchos. Sus mayorales daban plan de machete. Mi casa era de tierra y guano, sin luz. No tenía ropa, ni zapatos. No tuve juguetes, ni 15, ni una foto, nada. Vine a conocer un médico en el 68, cuando salí embarazada. Mis padres fueron analfabetos hasta que la Revolución los alfabetizó y entonces todos sus hijos pudimos hacernos profesionales. Prefiero la muerte a que aquellos tiempos regresen. ¿El capitalismo y los Rionda?, Dios nos libre”.
Con el tiempo el poderoso clan comenzó a distanciarse de Tuinucú, residía en Nueva York o la Habana y solo venía alguna vez de vacaciones. La atención al batey empezó a decaer. A partir de los años 40 se sucedieron paros y huelgas. El sindicato, con su líder Melanio Hernández, se fortalecía y procuraba la alianza obrero-campesina. El 19 de diciembre de 1958 los revolucionarios liberaron el batey. La historia reciente ya resulta sabida.
“En el central se humanizó el trabajo, se ha perfeccionado la técnica. La destilería de hoy tampoco se parece a la de antes. Lo que ellos dejaron aquí ya no es lo mismo de antes. Si vienen a reclamar, esto que hay hecho no les toca”, reflexiona Ángel Vázquez, trabajador de toda la vida en ambas industrias.
La zaga de los Rionda
En 1943 murió en Estados Unidos el magnate Manuel Rionda, quien en su testamento legó la construcción de una capilla católica en Tuinucú, no para expiar pecados, sino para perpetuar el nombre y matrimonio de los hermanos. Ha transcurrido casi un siglo desde entonces, pero nuevas ramas de ese árbol han mantenido sus amargos negocios del dulce.
En sus pesquisas Escambray encontró la zaga de este clan en pleno siglo XXI: los cubano-americanos Alfonso y José Fanjul Gómez de Mena, llamados los Sultanes del azúcar en Miami, quienes se dice fabrican dos de cada tres de las cucharadas que se comercializan de este alimento en Estados Unidos.
En febrero del 2007 un suplemento del diario El Mundo detalló la ascendencia de ese dueto, nacido del matrimonio de un sobrino-nieto de Manuel Rionda con la heredera de la fortuna de los Gómez-Mena, otra de las familias más poderosas de la isla en la época prerrevolucionaria, dueña de la famosa Manzana de Gómez, del club de pelota Almendares y de una señora mansión convertida hoy en el bellísimo Museo Nacional de Artes Decorativas, por solo mencionar algunas de sus propiedades.
Con esos genes los muchachos no podían hacer menos. Emigrados desde muy jóvenes, continuaron en el mundo de los mismos negocios: la familia compró “cientos de hectáreas de humedales en los alrededores de Miami, los desecaron y plantaron caña de azúcar (…). Y hoy los Fanjul ya controlan el 40 por ciento de la producción de azúcar en Florida donde poseen 728 kilómetros cuadrados de cañaverales a nombre de la empresa Florida Crystals. Su patrimonio supera los 1 000 millones de dólares”, reseñó el periódico español.
Pero no les bastó con ello. A mediados de los 80 se extendieron a República Dominicana, un escenario parecido a su añorada Cuba, donde adquirieron el Central Romana, el mayor del mundo con una producción de 300 000 toneladas al año. Como parte de ese negocio también compraron Casa de Campo, uno de los 10 complejos residenciales más lujosos del planeta, donde los Fanjul han acogido a la estirpe de los Bush, la familia real española o el millonario mexicano Carlos Slim.
Radio y Televisión Española denunció por esa misma época la amenaza de muerte recibida por un misionero hispano, quien había pedido a su gobierno que influyera para que la Unión Europea no comprara el azúcar producido en República Dominicana por el imperio Fanjul: “Cualquier día encontrarán tu cuerpo por uno de esos caminos de barro que recorres”, fue la amenaza que le hicieron llegar. Más o menos los mismos métodos que aplicó su ascendencia mucho antes en el Oriente de Cuba.
Los sucesores del clan Rionda tampoco han olvidado la isla y se encontraban entre los aliados de las familias Mas Canosa y Bacardí en la confección y las presiones para aprobar en 1996 la Ley Helms-Burton, que intensificó la guerra económica contra Cuba.
Asociados a la Fundación Nacional Cubano Americana forman parte de un influyente factor en la política norteamericana de las últimas décadas y han contribuido a financiar a los congresistas anticubanos, a la organización Hermanos al Rescate y hasta aportaron 10 000 dólares para los abogados de la parentela de Miami, cuando el secuestro del niño Elián González.
Un artículo de la revista Bohemia asegura que en 1995 los congresistas Ileana Ros-Lehtinen y Lincoln Díaz-Balart defendieron a los Fanjul de la aprobación de un impuesto de 75 millones de dólares anuales a los azucareros de La Florida, que serviría para limpiar la contaminación que han creado en los Everglades.
Estos millonarios han afectado el ecosistema, las aves, las algas y el lago Okeechobee al punto que los ecologistas demandaban 500 millones para reducir los daños a ese medio. Después de una larga polémica, el acuerdo para limpiar la región cargó menos de la mitad del costo a los culpables y el resto a los contribuyentes.
En un negocio bien redondo, durante las campañas electorales norteamericanas, estos conocidos empresarios anticubanos lo mismo contribuyen a financiar a los candidatos del Partido Republicano que del Demócrata, para luego también recibir ganancias valoradas en más de 60 millones de dólares anuales, gracias a las subvenciones del controvertido programa azucarero del gobierno.
Su imperio Flo-Sun Sugar resulta protegido por un subsidio que fija los precios domésticos del azúcar en alrededor del doble de su cotización mundial —los consumidores pagan ocho centavos más por libra que lo que debían pagar—, facilidad que los ha mantenido entre los más ricos terratenientes de Estados Unidos.
Hasta Robert Torricelli ha votado a favor de sus intereses. Definitivamente a los Fanjul, o como luego derive el apellido Rionda, bien les vendría el conocido refrán “De tal palo, tal astilla”. A través de todos estos años sus amargos tatuajes se reciclan por encima de fronteras geográficas y humanas. La caída de su imperio no aparece en el horizonte. (Fuente: Cubadebate)