Niño Rivera, rey de reyes en la música cubana

بقلم: María Candela
2020-01-27 18:03:36

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Por: Jorge Petinaud Martínez

Monarca entre los grandes del pentagrama cubano, Andrés Perfecto Eleuterio Galdino Confesor Hechevarría Callava (Niño Rivera) falleció el 27 de enero de 1996 en esta capital, tras realizar aportes todavía no justamente valorados a la música de la mayor de las Antillas.

Ejecutante privilegiado del cordófono, conocido como tres, se anticipó en varias décadas al resto de los instrumentistas de su época, por lo que el cantante Miguelito Cuní se refirió a él en muchas de sus grabaciones como 'el tresero de las cuerdas de oro'.

Nacido el 18 de abril de 1919 en la calle Retiro número siete, esquina Polvorín, Pinar del Río, su nombre artístico surgió casi espontáneamente, pues ya a los seis años tocaba el bongó en el sexteto Caridad, que dirigía su tío, el tresero Nicomedes (Meno) Callava, a quien pronto sustituyó en ese instrumento.

En una de las muchas pláticas que sostuvimos al final de su existencia, confesó que aprendió a tocar el tres antes de tener uso de razón.

Su primer juguete fue un bongó que creó a los cuatro años con dos laticas de leche en las cuales golpeaba incesantemente, imitando al percusionista del Caridad, y lo que escuchaba en las actuaciones radiales del Sexteto Habanero.

Después, descubrió el encanto del instrumento del tío, quien cotidianamente se desempeñaba como carpintero para el sostén de la familia.

El pequeño lo vigilaba, y tan pronto Meno partía a sus labores se auxiliaba de un taburete para descolgar aquella guitarra de una pared, se escondía bajo una cama y allí, acostado, imitaba las melodías y tumbaos del tío.

Avisado de los 'progresos' del muchacho como tresero, un día Meno fingió que partía y lo sorprendió bajo la cama en pleno 'concierto'.

El 'castigo' tuvo lugar aquella misma noche en uno de los ensayos del sexteto Caridad, ante cuyos integrantes demostró pleno dominio del repertorio.

Primero fue incorporado como bongosero, y a los nueve años de edad el tío decidió dejarlo como tresero y director musical, mientras él se dedicaba a otros asuntos de dirección del grupo, muy popular ya en Pinar del Río, donde nació el sobrenombre de Niño Rivera para Cuba y el mundo.

Las edades tempranas son tierra fértil en el proceso de aprendizaje y, según recordaba Andrés Hechevarría, en aquella etapa inició su preferencia por orquestar, empíricamente, según las exigencias de los bailadores de casi todo el territorio de su provincia natal, donde actuaba con el Caridad y con charangas de acordeón, en la cual se integraban la guitarra, el tres, el contrabajo, el timbal, el guiro y un acordeón.

EN LA HABANA

Con 15 años de edad y algunos de experiencia musical, y dotado de facultades excepcionales para tocar el tres, llegó a La Habana en los inicios de la década de 1930, etapa que coincide con la irrupción en la vida citadina de un adelanto tecnológico: el cine sonoro, el cual tuvo una influencia decisiva -aún no analizada en toda su dimensión- sobre el desarrollo de la música y los músicos populares cubanos.

Carentes de la oportunidad de asistir a escuelas y de leer partituras o de adquirirlas -los que algo sabían de solfeo-, creadores como Félix Chapottìn y Eliseo Silveira junto a Niño Rivera frecuentaban las abundantes salas cinematográficas de los barrios habaneros, donde encontraron la posibilidad de estudiar las bandas sonoras de las películas norteamericanas.

De esa forma autodidacta, recordaba Rivera al final de su vida, pudo conocer orquestaciones de George Gerswing, Irvin Berling, Benny Goodman, Artie Shaw, Duke Ellington y otros grandes de la composición.

Inicialmente, algunos comenzaron a sonear o danzonear las melodías de esas películas, y ya en una fase creativa cualitativamente superior pudieron incorporar nuevos conceptos a la música popular cubana, desarrollados a partir de ideas musicales adquiridas en las salas oscuras.

Andrés Hechevarría, por su parte, experimentaba en su instrumento combinaciones de acordes y escalas, apoyándose más en la cadencia que en la velocidad, en busca de una mayor riqueza musical, sin perder el sabor montuno del tres. Y logró un estilo inconfundible.

Esa etapa coincide con la presencia del Niño Rivera y su aventajado tres junto al cantante Tata Gutiérrez en el Septeto Bolero del 35.

Con especial emoción recordaba en sus últimos días aquellos éxitos en los bailables de la Playa de Marianao, y particularmente un espacio radial diario que protagonizaban en una emisora de Monte y Estévez, en La Habana, donde Tata Gutiérrez interpretaba los cantos abakuá que el niño orquestaba con avanzados conceptos.

La Hora Abakuá del Bolero de Tata se hizo muy popular, sobre todo entre una apreciable masa de iniciados en esa fraternidad religiosa de los barrios de Atarés, Carraguao, El Pilar, Luyanó, el Cerro, Cayo Hueso, los Sitios, San Leopoldo, Jesús María, San Isidro, Pueblo Nuevo, La Victoria y otras zonas capitalinas.

Así, sin proponérselo, el Niño Rivera se sumó a los innovadores del pentagrama popular cubano en los años treinta, al igual que Arsenio Rodríguez, Antonio Arcaño y los hermanos Orestes (Macho) e Israel (Cachao) López, propulsores de una modernización de extraordinaria importancia para la cultura cubana, caribeña, hispanoamericana y universal.

FEELING, PASIÓN Y VOLUNTAD

En 1942, con más experiencia como músico y más libre de la lógica timidez del joven provinciano llegado a una urbe, fundó su conjunto Rey de Reyes y logró importantes éxitos en la capital.

Fue en esta década cuando se unió como uno de los fundadores del movimiento del feeling, al cual llegó junto a Jorge Mazón, Ñico Rojas, José Antonio Méndez, Jorge Zamora y Arístides Casas, casi todos procedentes del reparto Los Pinos.

Al influjo de esa corriente musical, compuso joyas de la cancionística como Fiesta en el cielo, Eres mi felicidad, Carnaval de Amor y Amor en festival, y trasciende además como uno de sus artífices fundamentales, junto al pianista Frank Emilio Flynt, al orquestar obras de José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Rosendo Ruiz Quevedo y otros creadores cuya relevancia posterior rebasa las fronteras nacionales y el límite de la contemporaneidad.

Las obras del feeling se impusieron nacional e internacionalmente cuando fueron grabadas por el conjunto Cubavana con su cantante Alberto Ruiz, por el Conjunto Casino, con Roberto Faz, o por crooners excepcionales como Miguel de Gonzalo, Pepe Reyes o el mexicano Fernando Fernández. Y la mayoría de esos temas fueron orquestados por Andrés Hechevarría.

Musicólogos y musicógrafos reconocen con justeza al pianista Severino Ramos como el artífice del timbre de la Sonora Matancera. Al Niño Rivera le corresponde ese mérito -no siempre reconocido con adecuada visibilidad- en relación con el inolvidable Conjunto Casino, el cual sonó diferente después que él, convocado como orquestador por sus amigos Roberto Espí y Agustín Ribot, definió su sello sonoro.

Nació con el don de convertir en música las vivencias propias o de sus contemporáneos, y así inspiró, por ejemplo, su obra más conocida, El jamaiquino, cuando un constructor oriundo de ese caribeño país anglófono reaccionó gritando en spanglish ante la rotura del brazo de una grúa:

-Hand the glúa se rompió?, expresión universalizada en forma de montuno.

Su sensibilidad artística para expresar sentimientos y emociones a través de la música le acompañó hasta sus últimos días, y es bien reconocida nacional e internacionalmente.

Sin embargo, le apasionaba realizar orquestaciones, y para encontrar el cauce adecuado a las ideas musicales que brotaban de él como agua de un manantial, dio muestras de una admirable voluntad de superación.

En el Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba, Radamés Giro señala que estudió solfeo y teoría con Joaquín González, armonía, con Ernesto Muñoz Boufartigue; guitarra y armonía con Vicente González Rubiera (Guyún), armonía, contrapunto y forma con Enrique Belver, y orquestación con Félix Guerrero y Fabio Landa.

También aprendió de músicos de la talla de Bebo Valdés, su amigo Frank Emilio Flynt, el contrabajista Pedro López y sus hijos Orestes e Israel.

Su sensibilidad innata y los conocimientos desarrollados le posibilitaron ser el primer tresero que participó en un disco de jazz afrocubano (descargas) bajo la dirección de Israel López, quien le pidió se presentara con su instrumento en un estudio, sin explicarle para qué, y ya allí, sobre la base de un motivo rítmico-armónico, le pidió improvisara ('Toca tu tres montuno').

Gozaba de gran prestigio profesional ya en 1959, cuando Ernesto Duarte en su función de empresario discográfico, con escasa solvencia económica en esos momentos, le pidió escribiera para una orquesta de pocos músicos el bolero de José Dolores Quiñones Levántate, supremo éxito del irrepetible dúo Hermanos Bermúdez.

Los genios convierten en fácil lo que parece imposible. Y Andrés Hechevarría era un artista genial.

Cuando volvieron a encontrarse tres noches después a las puertas de un estudio en Radio Progreso, Duarte le reprochó por la presencia de tan pocos músicos:

!Te pedí ahorrar, pero no tanto!

Sonriente y sin dejar de saborear su inseparable puro, Niño Rivera le respondió que con una tumbadora tocada por uno de los Bermúdez, la flauta del maestro Roberto Ondina, el clarinete de Juan Jorge Junco (ambos de la Orquesta Sinfónica Nacional), la guitarra del propio Quiñones, el contrabajo que él mismo ejecutaría y las voces del binomio, grabando todos juntos, lograrían un inolvidable entretejido musical. Medardo Montero sería el grabador.

La sesión concluyó a las 06:00 horas, y poco después la canción, con el respaldo de lo que parece una gran orquesta, se transformaba en éxito en las ondas radiales y, sobre todo, en las victrolas que amenizaban el ambiente de los bares de varias de las esquinas de La Habana.

Muchos fueron los aportes fonográficos de este artista excepcional, tanto en su condición de instrumentista como de director musical, pero en aras de la síntesis resulta menester recordar dos discos de eterna actualidad.

El primero el larga duración (LD), Miguelito Cuní. Sones de Bienvenido Julián Gutiérrez, en el cual el privilegiado cantante interpreta también boleros-sones orquestados por Niño Rivera, con el acompañamiento de un septeto creado por él exclusivamente para esa ocasión.

De irrepetible puede ser calificado el segundo -Estrellas de Areíto-, producido en 1979 por el trombonista Juan Pablo Torres a partir de una expresa solicitud del africano radicado en Francia Raoul Diomandé, y en el cual se reunieron 40 relevantes músicos de distintas generaciones, en temas que constituyen una gran fiesta sonera.

Aquellas sesiones de grabación dieron lugar a un álbum con dos LD que clasifican entre las obras discográficas cubanas más trascendentes del siglo XX por el talento allí reunido por única vez para interpretar música tradicional a manera de descarga.

Entre otros participaron los pianistas Rubén González y Jesús Rubalcaba; los violinistas Miguel 'Brindis' Barbón (el Niño Prodigio), Enrique Jorrín, Rafael Lay, Pedrito Hernández, Elio Valdés y Pedrito Depetre; los trompetistas Manuel (Guajiro) Mirabal, Jorge Varona y Arturo Sandoval.

Juan Pablo Torres, Generoso Jiménez y Jesús (Aguaje) Ramos integraron la cuerda de trombones, y a ellos se unieron percusionistas de la talla de Arístides Soto (Tata Guines), Guillermo Barreto, Ricardo León (el Niño) y Amadito Valdés, así como cantantes de la valía de Cuní, Tito Gómez, Pío Leyva, Rafael Bacallao, Teresita García Caturla y Magaly Tars.

Entre esas estrellas del pentagrama cubano brilló el Niño Rivera con sus solos de tres.

Desafortunadamente, Estrellas de Areíto no contó con la adecuada gestión de mercadotecnia y permaneció al margen de los grandes circuitos de distribución internacional, hasta que, en 1996, Nick Gold lo 'descubrió' mientras producía en los estudios de la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM) de la calle San Miguel A toda Cuba le gusta, de Afrocuban All Stars, Buena Vista Social Club e Introducing Rubén González.

En condiciones muy ventajosas licenció ese registro antológico, y tres años después, cuando estos tres proyectos ya eran éxito mundial, lo incluyó en el catálogo del sello World Circuit como el producto estrella que siempre mereció ser.

COMO EL PIANO, EL TRES

Amante de la guitarra conocida como tres por sus seis cuerdas afinadas en parejas, Niño Rivera luchó por asignar a este instrumento el lugar que merecía como uno de los pilares de la identidad musical cubana.

Lo comparaba con el piano y afirmaba que si aquel teclado europeo se despojó del frac y conquistó un lugar entre los soneros en los conjuntos y orquestas charangueras que amenizaban los bailes populares, al tres le correspondía un espacio en las academias y las salas de concierto.

Consecuente con esa idea, en 1970 escribió el primer método para la enseñanza del tres, y trató infructuosamente de introducirlo en el Sistema Nacional de Enseñanza Artística. Sin embargo, en aquella época los académicos no veían méritos suficientes en el cordófono nacional para figurar en el currículum de los conservatorios.

Unos meses antes de su muerte, cuando llegué a su casa con Claudio Dreke, alumno de nivel medio del conservatorio Amadeo Roldán y le solicité que lo asesorara en los preparativos de su concierto de graduación, nos confesó que se sentía feliz porque a partir de las ideas que dos décadas atrás él había escrito, y a veces teniendo en cuenta sus consejos prácticos, otros habían desbrozado el camino de la academia para el tres.

En aquellos momentos, con las manos y las piernas completamente deformes por la artrosis generalizada, estimulado especialmente por su amigo Ñico Rojas, realizaba un gran esfuerzo por concluir su Concierto para Tres y Orquesta Sinfónica.

EN LA TIERRA DONDE NACIÓ

Si admirable es la obra profesional de Andrés Hechevarría, no menos resulta su actitud ante los problemas de la sociedad en la que vivió.

Desde la década de 1940 estuvo vinculado al Partido Socialista Popular (PSP), ideología que conoció a través de su amigo Lázaro Peña, líder fundador de la Central de Trabajadores de Cuba, y a manera de síntesis se puede resumir en una anécdota cómo estuvo dispuesto a sacrificar el beneficio personal por su fidelidad a los compromisos con su clase social.

A tal punto, que por su clara filiación política desde aquella época, fue el Niño Rivera uno de los primeros músicos cubanos a quien el Departamento de Estado de los Estados Unidos le negó una visa para viajar a ese país en funciones de trabajo.

En aquellos momentos se encontraba en México junto a José Antonio Méndez, y ambos se relacionaban permanentemente con Lázaro Peña. Este tenía tal confianza en ellos, que, en cierto momento de sumo peligro para Blas Roca, máximo dirigente del PSP, por la persecución del Buró de Represión de Actividades Comunistas de la dictadura de Fulgencio Batista, Peña recurrió a ellos para que lo ocultaran en la casa en la cual vivían.

Su filiación política era conocida por los servicios de espionaje de la embajada de Estados Unidos de América en México, y por eso, cuando la orquesta América le propuso viajar contratado como contrabajista en una gira por Norteamérica, el Departamento de Estado le negó el permiso de entrada a ese país.

Después de 1959 recibió tentadoras ofertas para que abandonara la tierra en que nació, pero todas las rechazó. Murió el 27 de enero de 1996.

Tristes resultaron sus honras fúnebres y escasamente concurridas en la funeraria de Calzada y K, en El Vedado, así como el sepelio bajo una débil llovizna en la necrópolis Cristóbal Colón.

Luego de las improvisadas palabras del percusionista y director de orquesta Elio Revé, a manera de despedida, sus familiares y algunos pocos amigos, entre ellos Alicia Perea, entonces presidenta del Instituto Cubano de la Música, y José Loyola, a la sazón vicepresidente primero de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, entonaron las notas de El Jamaiquino.

Nunca antes se vio cantar con tanta emoción y desgarramiento a la vez, guitarra y tres en mano, respectivamente, a Eugenio Rodríguez (Raspa), director del Septeto Nacional, y a Emilio Moret, integrante entonces del Septeto Habanero.

(Tomado de Prensa Latina)



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