María Dolores Iznaga
por Orlando Carrió
La casi desconocida historia de María Dolores Iznaga, una curandera que fue acusada de brujería y poco le faltó para morir en el cadalso, ha estado siempre en el centro de la polémica: algunos consideraron a la mujer como una “sanadora prodigiosa”, y para otros no pasa de ser una embustera poco elegante y llena de falsos artilugios.
Varias referencias históricas, en las que se mezclan el mito y la realidad, citan a la Iznaga, una negra esclava gangá que perteneció a la acaudalada familia que ostentaba ese apellido, dueña de ingenios azucareros, disfrutó de ciertos privilegios por parte de sus amos, quienes a mediados de los ochocientos le concedieron la libertad y le asignaron un terrenito ubicado en las riberas del arroyo Cabarnao, al norte de la villa de Trinidad, donde la morena acreditó un buen nombre ante los hombres rústicos del sitio, antes de extender su fama por toda la actual provincia de Sancti Spíritus durante los años sesenta del siglo diecinueve.
Según sus contemporáneos, María Dolores de Cabarnao, llamada así por sus primeros clientes negros, instaló una suerte de “hospital” en un bohío lleno de hierbas, caracoles, huesos de animales, plumas de lechuza, polvos y numerosos bebedizos, los cuales resultaban ideales para las prácticas “médicas” y unos trabajos de brujería vinculados, en ciertos casos, con al amor, los celos y otros desvaríos. Curiosamente, estos bilongos eran muy solicitados, además, por los guajiros menesterosos y por numerosos criollos blancos, cultos y ricos, aburridos de los jarabes y pócimas de los médicos de los pueblos más cercanos.
La Poza de María Dolores
En especial, era una especialista en las aplicaciones de la saliva en diferentes partes del cuerpo y en el uso de unas aguas medicinales que brotaban generosas de un manantial cercano, llamado, actualmente, la Poza de María Dolores, las cuales eran consideradas milagrosas, sobre todo, para los niños.
Heredera de varios nigromantes africanos con los que se relacionó desde niña en los barracones, fue acusada casi a diario de prácticas de hechicería extravagantes e indecorosas, incluso, los chismosos aseguraban que usaba los huesos de personas muertas para confeccionar sus misteriosos polvos y brebajes.
Lo que sí nadie pudo discutir jamás fue su honradez: proponía a veces curaciones vistas como imposibles por los galenos, para regalarles un poco de salud a sus esperanzados pacientes, pero nunca mintió o engañó a nadie, ni inventó ninguna de sus buenaventuras.
Según cuenta Emilio Sánchez y Sánchez en Recuerdos del tiempo viejo: tradiciones trinitarias (primera edición, 1916), tras el comienzo de la Guerra de los 10 Años, en 1868, la casa de María Dolores comenzó a ser vigilada atentamente por las autoridades coloniales españolas, temerosas de que el lugar se transformara en un centro de reunión de los conspiradores y de los espías de los mambises.
Y el 15 de mayo de 1875, luego de darle muchas vueltas al asunto, decidieron detenerla, junto a unos trece amigos y asistentes que frecuentaban su casucha, y la llevaron a juicio acusada de colaborar con los insurrectos, a pesar de que en su hogar solo hallaron rosarios, peonías y un altar con todos sus santos.
De inmediato, los libertos comenzaron a rogar por su liberación, mientras que los negros esclavos invocaban a sus dioses en su lengua natal en la plaza principal de Trinidad, una vecindad, donde comenzaron a producirse acontecimientos muy raros: de repente, cayó una fuerte lluvia con sonoras descargas eléctricas, el juez que la había ofendido durante el polémico proceso sufrió de repente una hemorragia cerebral, una choza situada frente al juzgado cogió candela y el sargento pedáneo que salió con unos voluntarios para perseguir a unos libertadores se cayó del caballo y se partió una pierna.
Poco después, el tribunal condenó a muerte a María Dolores y las autoridades peninsulares, nerviosas y sorprendidas por lo que estaba sucediendo, apresuraron el día de la ejecución.
Dicen que, al ser notificada de la sentencia, miró a sus verdugos y les dijo: -A mí no va a matá… los angelitos me vienen a bucá y me van a llevá…’
El Museo Provincial trinitario publicó, un folleto donde un lugareño narra lo sucedido:
“Desde el alba las calles cercanas a la cárcel estaban llenas. La multitud se dirigió, poco a poco, al fatídico campo de la Mano del Negro, el punto donde se hacían las ejecuciones de los delincuentes de la peor calaña. Soldados con bayonetas guardaban el orden, el pueblo estaba inquieto.
Pasaba el tiempo, y ya se veía venir el lóbrego carretón que trasladaba a la convicta por la calle Las Chanzonetas, como estaba previsto”.
De pronto, se armó una gritería y se vio venir a todo galope, en un brioso corcel, a un oficial peninsular con un pliego en su diestra. Todos se quedaron en suspenso.
-¡Perdón! ¡Perdón… para el reo!, empezó a repetir una y otra vez el militar.
La morena gangá se salvó, así, de una muerte segura, a pesar de que, según sus más íntimos, nunca les negó su apoyo los cubanos que luchaban contra el colonialismo español.
Según los historiadores locales, a María Dolores le conmutaron la pena de muerte por la de destierro y el 14 de marzo de 1876 fue trasladada a La Habana, lugar donde cumpliría su condena.
Tras la muerte de la también llamada Bruja de Cabarnao, La Poza de María Dolores, situada no muy lejos de donde desembarcara Hernán Cortés para buscar provisiones y poner rumbo a México, se mantuvo como punto de atracción para muchos enfermos que buscaban la cura a sus padecimientos; incluso, algunos devotos construyeron allí un altar de la Virgen de la Caridad, Patrona de Cuba, visitado todos los Viernes Santos por decenas de fieles que salían en procesión desde Trinidad y sus alrededores.
En la actualidad, al lado de la aguada bendita se levanta la villa de recreo María Dolores, donde el recuerdo de las habilidades curanderiles de María Dolores Iznaga se ha mantenido vivo como parte de las tradiciones locales de Trinidad, una villa detenida en un tiempo que se torna secreta y mágica para muchos caminantes. (CubaSí)