por Guillermo Alvarado
Cerca ya de su recta final, la campaña electoral en Estados Unidos para definir al futuro ocupante de la Casa Blanca ha derivado en un espectáculo pobre y triste, caracterizado por insultos, descalificaciones de baja calaña, discusiones y peleas más propias de un barrio de orilla que de la principal potencia económica y militar del planeta.
Los dos candidatos, Hillary Clinton, del partido Demócrata, y Donald Trump, el sorpresivo abanderado de los republicanos, han puesto la dilucidación de asuntos turbios, tanto personales como familiares, muy por encima de presentar un proyecto serio y creíble de trabajo o, por lo menos, demostrar quién está mejor preparado para dirigir los destinos de ese país, que lamentablemente están de alguna manera ligados al futuro de toda nuestra especie.
Un claro ejemplo del nivel casi rastrero de la contienda fue la última edición de eso que llaman debate, pero que durante hora y media fue un intercambio de golpes casi desesperados y la ventilación pública de trapos sucios, como para mostrar a la audiencia quien de los dos es el peor.
La gente seria que sigue los pormenores de la campaña ha extrañado el análisis a fondo de importantes cuestiones para reactivar la economía de Estados Unidos, la creación de empleos para los jóvenes que arriban a la edad laboral casi sin oportunidades, la redención de la pobreza de millones de personas y la ampliación de los servicios de salud y educación, sobre todo entre las minorías étnicas y los inmigrantes, muchos de los cuales están excluidos de las presuntas bondades del “paraíso capitalista”.
En materia de política internacional es urgente saber qué se propone hacer el futuro presidente de Estados Unidos para enfrentar con seriedad la amenaza creciente del terrorismo, cómo sacará a sus tropas de los pantanos militares de Afganistán e Iraq y cuál es el programa para llevar la paz al Oriente Medio, hoy día un hervidero de conflictos que consumen miles de vidas valiosas de manera cotidiana.
Mientras se hacen públicas las miserias humanas de ambos candidatos, se desconoce aún cuáles serán sus prioridades respecto a sus vecinos de América Latina y El Caribe, si se proponen respetar la soberanía de nuestras naciones y la libre determinación de los pueblos, o debemos esperar una nueva oleada de intervenciones de todo tipo.
No son temas de escasa importancia asuntos como el compromiso con la no proliferación de armas nucleares, sobre todo en el país que tiene la mayor cantidad de estos artefactos y el único en la historia que los ha utilizado contra otra nación.
Es verdad que hubo campañas sucias, bastante sucias, entre los aspirantes a la presidencia de Estados Unidos en épocas pasadas, pero nadie recuerda una como esta en la historia moderna. Los valores, los principios, la responsabilidad y la ética huyeron por las ventanas, enrojecidos de vergüenza.
Falta poco menos de un mes para el 8 de noviembre, cuando el enrevesado sistema electoral de ese país revelará quién fue el menos perdedor de la contienda, quien tendrá escaso tiempo para poner al día un programa de trabajo que hoy permanece bajo toneladas de basura. Pero si el futuro gobierno es un reflejo de lo que fue la campaña, entonces, como dice el refrán popular, que dios nos coja confesados.