Por Graziella Pogolotti*
Valoro altamente a Josefina, una de mis compañeras de trabajo. Su vida no ha sido fácil. Ha sabido sobrellevar los pesares convirtiéndolos en experiencia.
Amable sin servilismo, tiene un arraigado sentido de su dignidad personal. Oriunda de La Habana Vieja, donde permanece, me contaba hace poco algunos recuerdos de infancia.
En el callejón del Chorro, conoció la pobreza. Para ir a la escuela, tenía que cruzar la Plaza de la Catedral, frecuentada ya entonces por algunos turistas. Sucedía en ocasiones que algunos tiraban monedas al suelo para contemplar el espectáculo de los chiquillos recogiendo centavos del piso.
La abuela de Josefina aleccionaba a los nietos para que rechazaran la humillación y mantuvieran, ante todo, su dignidad personal.
Creo que es ese el propósito del largo batallar en favor de la emancipación humana. Es el renovado enfrentamiento a la dominación sustentada en el uso de la fuerza, el poder del dinero o el apartamiento de grupos por razón de sexo, raza o diferencias culturales.
Laceran la dignidad humana los sistemas que establecen esclavitud y servidumbre como todos aquellos que reducen al individuo a la condición de mercancía intercambiable y desechable.
El origen de esas conductas es económico. Nace de las prácticas de violencia más primitivas ejercidas contra el perdedor, tal como sucedía desde tiempos inmemoriales con los prisioneros de guerra. Con el paso de los siglos, el comportamiento primitivo comienza a revestirse de una envoltura cultural.
Ocurre entonces que algunos pueblos elaboran una actitud mesiánica, que los dota de misiones civilizatorias y justicieras. La contraparte de esta voluntad de dominio se encuentra en quienes inclinan la cabeza y aceptan como legítimas estas reglas del juego.
En su momento, la Revolución francesa tradujo el ideal justiciero en los términos de libertad, igualdad y fraternidad. El país enfrentó la guerra civil y la lucha contra las potencias coaligadas. En esa primera etapa, la nación ofreció solidaridad a los revolucionarios de otras tierras.
Eliminó el remanente de los privilegios feudales. Sobre uno de ellos, el derecho de pernada, Beaumarchais escribió Las bodas de Fígaro. La plena dignidad humana se asienta en dos pilares, la justicia social y, en el plano de la conciencia, el respeto mutuo.
El siglo de la Revolución francesa fue también el de Juan Jacobo Rousseau. El pensador ginebrino se interrogó acerca del origen de la desigualdad entre los hombres, antecedente de la obra de Marx. Descubrió también los derechos imprescriptibles de la infancia, víctima entonces y ahora todavía de prácticas violentas.
Rompió con la subestimación del niño, apartado de sus mayores, sometido a una enseñanza memorística. Anticipó el encuentro armonioso con la naturaleza, aspiró a dotar a los pequeños de las capacidades para el entendimiento del mundo.
Antes de llegar a Roma para completar su aprendizaje, el maestro Simón Rodríguez condujo a Bolívar, su joven discípulo, a una peregrinación reverente hacia Ginebra, homenaje obligado al gran Juan Jacobo Rousseau.
La dignidad humana se preserva en una sociedad que propende a la creación de un sistema de valores fundado en el principio de equidad, libre de humillados ofendidos por razón de origen, raza, sexo, creencias o tradiciones culturales.
Con Rousseau aprendimos, además, que ese respeto básico empieza a construirse desde cada personita en desarrollo. En este sentido, me atrevo a decir que resta mucho por andar, fundamentalmente, en cuanto a la difusión de principios pedagógicos.
Para muchos, el entrenamiento pedagógico se limita al empleo de algunas técnicas que favorecen la instrucción. Es un punto de vista reduccionista que entraña peligrosísimas consecuencias.
Lo que está en juego va mucho más allá de la transmisión de información. Implica un concepto amplio y profundo de formación, asociado a una filosofía, a una cultura.
El pensamiento de derecha rara vez se equivoca al reconocer las zonas de peligro alentadas por una voluntad emancipadora. Ante cualquier amenaza, la acción arrasadora intenta dejar terrenos baldíos.
Está ocurriendo ya en el debate entre tecnocracia y humanismo. El Brasil golpista propone la supresión de la enseñanza de la filosofía y la sociología.
El reposo forzado impuesto por algunos días de convalecencia me ha puesto en contacto con materiales educativos dirigidos a los niños. Encontré rasgos comunes en un programa televisivo de orientación metodológica para el estudio de la historia.
En todos los casos, el tono de la expresión verbal refleja una subestimación paternalista del destinatario. Por otra parte, coinciden los textos en la articulación del discurso a partir de nociones abstractas.
Para incentivar el interés por la historia puede resultar más eficaz lustrar el proceso en términos concretos. La República Neocolonial no transcurre de manera plana.
Para entender el significado de la dependencia que marcó esos años, es indispensable apreciar el alcance de la Enmienda Platt y el Tratado de Reciprocidad Comercial para desembocar, en lo político, en la dictadura de Machado y la Revolución del 30.
De lo contario, nos quedamos con la imagen congelada de un Capitolio, postal coloreada que enmascara el trágico trasfondo de esos años.
El respeto al niño se manifiesta en el reconocimiento de su potencial de inteligencia. No olvidemos nunca que también fuimos niños.
Ante la subestimación de los mayores, desarrollamos armas defensivas, aquellas provistas por la astucia del pequeño David ante el poderoso Goliat: la indiferencia, la burla, la indisciplina y la agresividad.
Creo que la trompetilla ha caído en desuso. En un tiempo ya remoto, era el recurso empleado por las personitas ultrajadas.
La dignidad de las personas es la base de la dignidad de los pueblos. Implica un andar con la frente en alto que nos hace invencibles.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)