Por: Guillermo Alvarado
El intelectual y activista estadounidense Noam Chomsky aseguró en un foro reciente que la humanidad enfrenta en estos momentos tres grandes peligros, con potencial suficiente para hacer desaparecer a nuestra especie o reducirla sustancialmente, tanto en número como en sus condiciones de vida.
Estos riesgos, dijo el reconocido lingüista, son el eventual estallido de una guerra nuclear, los efectos negativos del cambio climático o la aparición de una pandemia, y los tres tienen un denominador común, que es una crisis moral de deshumanización, es decir una creciente incapacidad para reaccionar ante el sufrimiento ajeno o la inseguridad colectiva a que nos enfrentamos.
Como quiera que las tres contingencias requieran espacio para abordarlas, dedicaré este comentario a la primera de ellas, es decir la amenaza atómica, que a lo largo de este año se ha mostrado como pocas veces ocurrió durante la llamada guerra fría.
Existen en este momento arsenales nucleares capaces de destruir varias veces el planeta y, puesto que están allí, quiere decir que también está la voluntad de utilizarlos en caso de ser necesario.
Desde la II Guerra Mundial hasta la disolución del campo socialista europeo el mundo vivió bajo el “equilibrio del terror”, basado en la teoría de que las dos principales potencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, estaban tan convencidas de lo que serían aniquiladas durante un conflicto de tal naturaleza, que ambas lo evitarían a toda costa.
Los cambios geopolíticos de finales del siglo pasado casi no modificaron esta percepción, si bien aparecieron nuevos actores en la carrera nuclear, entre ellos la India, Pakistán, Corea del Norte e Israel.
Los escenarios en que podría ocurrir un conflicto con estar armas son básicamente dos, uno de ellos es la guerra masiva y el otro un enfrentamiento limitado.
Una conflagración masiva, con la detonación de cinco mil a diez mil megatones de potencia en la mayor parte de los continentes, significaría el fin de nuestra especie y casi seguramente de la vida sobre todo el planeta.
Las cenizas, el humo y otras partículas enviadas a la atmósfera impedirían el paso de la luz solar, bajaría la temperatura de manera drástica, quizás hasta menos 50 grados centígrados y la fotosíntesis no se realizaría, por lo que la vegetación desaparecería en pocas semanas y con ello todas las especies herbívoras.
El resto de la devastación estaría a cargo de la radiación, la desaparición de la capa de ozono y el consecuente efecto de los rayos ultravioletas. Aún si hubiese sobrevivientes, no podrían recibir ninguna atención médica o humanitaria.
De ocurrir una guerra nuclear regional, aún escasa en potencia y área geográfica, provocaría cambios climáticos que afectarían a todo el globo y sus habitantes. Los especialistas señalan que bastan 50 detonaciones como las de Hiroshima para que el daño medioambiental sea irreversible.
No se trata de crear miedo, sino de llamar a la responsabilidad colectiva para impedir que la locura de algunos, obnubilados por sus ansias de poder, nos lleve a todos al infierno nuclear, del que no existiría forma de escapar.