Por Guillermo Alvarado
Cuando todo el mundo da un respiro de alivio ante las evidentes muestras de distensión en la Península Coreana, uno de los puntos candentes del planeta, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció nuevas y duras sanciones contra Pyongyang que dejaron la sensación del espectáculo de un elefante en una delicada cristalería.
Parecía como si al jefe de la Casa Blanca no le importó para nada el alentador espectáculo de las dos repúblicas coreanas, del Norte y del Sur, en los recientes Juegos Olímpicos de Invierno donde marcharon unidas en el desfile inaugural; ni el anuncio de que ambos presidentes celebrarán una cumbre en abril próximo.
En momentos en que el sentido común aconsejaba apoyar la comunicación y el acercamiento entre los dos países, separados por una sangrienta guerra a mediados del siglo pasado, al jefe de la Casa Blanca no se le ocurrió nada mejor que anunciar medidas contra la República Popular Democrática de Corea, por el supuesto uso de armas químicas en un hecho confuso y lleno de misterios ocurrido en febrero de 2017 en el aeropuerto de Kuala Lampur, donde murió Kim Jong-nam, hermanastro del presidente Kim Jong-un.
Aunque Washington asegura tener pruebas del hecho, Estados Unidos es experto en fabricar casos a partir del aire, y ejemplos sobran. Basta recordar las “armas de destrucción masiva”, que nunca tuvo el gobierno de Saddam Hussein, o los inexistentes ataques sónicos contra diplomáticos de ese país en La Habana.
Pero, como para no hacernos quedar mal a quienes lo hemos señalado como un hombre impredecible, el presidente Trump decidió aceptar una invitación de su homólogo de Corea del Norte, Kim Jong-un, para reunirse en mayo y conversar sobre los temas más candentes en esa región.
De inmediato desde diversos lugares surgieron voces de beneplácito por esta cumbre propuesta por Jong-un, que podría significar un cambio diametral luego de que el año pasado una guerra de carácter nuclear parecía tocar a las puertas por la agresividad de Estados Unidos contra la nación asiática.
Se trataría de la primera vez que un presidente norteamericano en funciones entabla una conversación con un jefe de Estado norcoreano y si bien hay razones para tener cautela el mero hecho de que Trump acepte la cita ya significa un paso de avance.
Habrá que ver si el gobernante de la principal potencia económica y nuclear va con la humildad suficiente para escuchar y tomar en consideración los argumentos de su interlocutor para llegar a un entendimiento.
Lo peor que podría pasar es que acudiese a la cumbre con su habitual carácter imperial, dispuesto a dictar sus condiciones sin aceptar a cambio más que una ciega obediencia.
En una construcción la cal y la arena son indispensables, pero hace falta lo que da solidez y hace perdurar cualquier cosa que se piense edificar, el cemento, que en este caso es la voluntad de reconocer que en un dialogo la contraparte suele tener buenas razones y sólo atendiéndolas se halla la solución.