Por: Guillermo Alvarado
Las caravanas de migrantes desde el llamado Triángulo Norte Centroamericano, Honduras, El Salvador y Guatemala, se mantuvieron a lo largo de enero de 2019 casi al mismo ritmo con que terminaron el año anterior, lo que no resulta extraño porque las condiciones de violencia y pobreza que afectan a la población siguen sin cambiar.
De acuerdo con datos oficiales, hasta el 28 de enero se habían registrado ante autoridades mexicanas un total de 11 mil 366 personas que se disponían a atravesar ese territorio hasta llegar a la frontera norte con el sueño, bastante improbable, de ingresar a Estados Unidos para buscar un alivio.
La inmensa mayoría de los migrantes son de origen hondureño, el 73 por ciento, seguidos por salvadoreños, 13 por ciento, guatemaltecos, 11 por ciento, y alrededor de un tres por ciento de personas de diversas nacionalidades.
Quizás el matiz distintivo de esta oleada de caravanas, que comenzó a mediados de octubre, sea la presencia mayoritaria de ciudadanos de la Patria de Francisco Morazán, pues hasta entonces eran sus países vecinos los principales emisores.
La cruenta guerra interna fue la causa de que en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado cientos de miles de guatemaltecos escaparan de su país, similar situación a la ocurrida en El Salvador en los años 90.
Si bien Honduras no sufrió los rigores del enfrentamiento armado, eso no le ahorró los males que vienen derivados del neoliberalismo, la corrupción gubernamental y la injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos de estos pueblos.
La pobreza y la violencia de las pandillas y mafias del crimen organizado crecieron de manera exponencial, junto con la incapacidad de las autoridades para brindar oportunidades de desarrollo y empleo a las generaciones más jóvenes.
Cuando se analizan las razones expresadas por los caravanistas para emprender el azaroso viaje, estas tres figuran entre las principales. Morir aquí, o morir allá, da lo mismo, dijo uno de ellos con evidente amargura y frustración.
Pero las condiciones en que se mueven estas masas humanas comienzan a ser diferentes. Al contrario del año pasado, pasan en silencio, sin fanfarrias, himnos ni banderas, no hacen declaraciones ni son asediadas por los medios.
En las mismas comunidades por donde transitan el recibimiento es otro. Hay una especie de efecto de fatiga y la gente ya no se agolpa a su paso para ofrecerles agua, comida, ropa o un lugar donde descansar.
Los centros de acogida están saturados por los remanentes de las caravanas anteriores, los requisitos que deben llenar son más exigentes y se multiplican las amenazas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de recibirlos a tiros.
Este miente cuando dice que hay una crisis de seguridad en su frontera con México. El no ignora que la verdadera crisis humanitaria está en Centroamérica y es la que empuja a miles de personas a las que un muro no podrá contener. Si la gente tuviese escuela, trabajo y una vida digna, no sería necesario construir murallas ni atrincherar ejércitos. Es tan fácil, que parece difícil de comprender.