Máximo Gómez Báez. A 180 años de su natalicio

بقلم: Bárbara Gómez
2016-11-17 23:53:32

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Imagen tomada de archivo

«No puedo precisar la fecha en que nací, pues por más que busqué personalmente la partida de bautismo en los libros de Parroquia, no pude dar con ella». Así iniciaba el mayor general Máximo Gómez Báez sus notas autobiográficas de 1894.

Lamentaba ignorar «tan preciosos datos», como el día, mes y hora de su nacimiento, aunque por información de sus padres y la de contemporáneos suyos pudo averiguar que vio la luz hacia el año 1836. Su tierra natal fue el pueblecito ribereño de Baní, República Dominicana, «tierra de los hombres honrados y de las mujeres bonitas y juiciosas».

Con apenas 19 años de edad, en 1855, se incorporó a las milicias dominicanas para defender a la joven república de los ataques de las huestes haitianas y ese mismo año recibió su bautismo de fuego en los campos de Santomé. Una «transición eléctrica» ocurrió en su vida, pues según Gómez cambió de un golpe todas las experiencias dulces y nobles del hogar, al resguardo de unos padres «tan honorables como severos y virtuosos», por la ruda vida en campaña. La suerte del bisoño militar quedó echada.

El retorno al poder del general Pedro Santana, hacendado ganadero victorioso contra los seguidores del caudillo sureño Buenaventura Báez, la anexión del país a España, en 1861, y el consecuente estallido de la Revolución Restauradora, dos años después, sellaron el destino de Máximo Gómez en su tierra natal, al alistarse en las Reservas Dominicanas como Secretario de la Tenencia de Gobierno de Baní. El triunfo revolucionario lo obligó a salir con su madre Doña Clemencia Báez y sus dos hermanas hacia suelo cubano.

Los escasos cuatro años que mediaron desde su llegada a Santiago de Cuba, en julio de 1865, hasta su incorporación a la guerra de independencia de Cuba, en octubre de 1868, comprendieron una etapa decisiva en la formación de su personalidad y destino político. La impronta de la realidad colonial esclavista cubana condicionó rápidamente en él un proceso reflexivo que giró en torno a la revalorización de su conducta en tierras dominicanas.

El nombre de Máximo Gómez Báez pronto quedó asociado a las luchas del pueblo cubano por su independencia en la segunda mitad del siglo XIX. Ascendido a Mayor General por nombramiento de Carlos Manuel de Céspedes, ocupó desde bien temprano cargos importantes en las filas del Ejército Libertador durante la Guerra de los Diez Años. A la histórica carga al machete protagonizada en Tienda del Pino, en noviembre de 1868, le siguieron campañas impresionantes y decisivas en el destino de la revolución, como la de Guan­tánamo (1871-1872) y Camagüey (1873-1875), esta última previa invasión a Las Villas. En cada operación militar brilló el estadista, el hombre de pensamiento que legó a sus contemporáneos y a las generaciones venideras páginas de indudable valor acerca del arte militar, y en particular en materia de guerra irregular.

El fin de la Guerra de los Diez Años, tras la firma del Pacto del Zanjón, en 1878, no significó para el guerrero dominicano-cubano el abandono de sus ideas independentistas. El pres­­tigio y la ascendencia entre la oficialidad que formó o tuvo bajo su mando, así como su rectitud de principios e indiscutibles dotes de estratega, lo convirtieron, de hecho, en el jefe militar imprescindible para dirigir el futuro movimiento revolucionario que se organizara.

Los reiterados llamados que le hicieron los clubes revolucionarios en la emigración, en los primeros años de la década del 80 del siglo XIX y, sobre todo, la solicitud del general Antonio Maceo para que encabezara el nuevo proyecto independentista, fueron acogidos finalmente por Gómez, quien se dio a la tarea de organizar los trabajos preparatorios de la revolución. Como primer paso elaboró, en la localidad hondureña de San Pedro Sula, el Programa, conocido en nuestra historia como el Plan Gómez-Maceo (1884-1886).

Algunos caudillos centroamericanos, conocedores de las penurias económicas que atravesaba la familia Gómez-Toro, buscaron desenfrenadamente valerse del prestigio y la audacia logrados por el jefe mambí durante la primera guerra en Cuba para alcanzar sus aspiraciones de tomar el poder político o preservarlo de los frecuentes golpes de estado. Todos los intentos fueron en vano, por más que en los crudos años de 1880 compartiera con su esposa, Bernarda Toro «Manana», el panorama desolador de un hogar víctima de la miseria, las enfermedades y hasta de la muerte.

No obstante ese sufrimiento, dejó claro que jamás tomaría parte en evoluciones ni en políticas de partidos, sino en «revoluciones de principios e ideas», base ética de un pensamiento profundamente humanista que supo aquilatar el jo­ven revolucionario José Martí cuando fuera a República Dominicana, en 1892, a proponerle sin más remuneración que el sacrificio y la ingratitud probable de los hombres, el cargo de General en Jefe del Ejército Libertador: «Y allá en Santo Domingo, donde está Gómez está lo sano del país».

En lo adelante, el General en Jefe, cargo que le fuera ratificado en la Asamblea de Jimaguayú, añadió a su historial militar un sinnúmero de acciones combativas ejecutadas du­rante la invasión a Occidente (22 de octubre de 1895-22 de enero de 1896) y en los meses que siguieron a su culmina­ción. Tras la lamentable desaparición física del Lugarteniente General, Antonio Maceo Grajales, protagonizó en Las Villas la campaña de La Reforma (1897-1898), síntesis de un pensamiento militar maduro y hecho de gran trascendencia política en los destinos de la revolución.

La intervención de Estados Unidos en el conflicto hispano-cubano, en 1898, y la posterior ocupación militar de Cuba (1899-1902), reorientaron su quehacer político. En sus proclamas y consejos al pueblo cubano señaló la importancia de la unidad entre los que procedían de las filas de la revolución. Cuba no era «ni libre ni independiente todavía», y los disensos y resquebrajamientos políticos, de los que él fuera víctima, podían conducir a la anexión o a lo que denominó «naufragio de la nave».

En carta a Tomás Estrada Palma, fechada el 28 de octubre de 1898, dos meses antes de firmada la paz de París, declaraba: «No hemos luchado, no solo para no-sotros y para Cuba, sino para la civilización, para el mundo todo, y acaso nuestros esfuerzos aprovechen más que a na­die a los americanos».

Consecuente en política, no albergó interés personal alguno en su ardua lucha por la independencia de Cuba. La vida le dio la posibilidad de demostrarlo. El rechazo a la presidencia de la república, suerte de vellocino de oro para los típicos caudillos latinoamericanos, fue una de las tantas pruebas de la altura moral del jefe revolucionario.

La muerte lo sorprendió el 17 de junio de 1905, víctima de una prolongada enfermedad infecciosa, y en un contexto de desbordantes pasiones entre facciones políticas que se disputaban el poder.

Dejaba de existir el viejo guerrero, el que supo manejar la espada con la misma visión y convicción que la pluma, dejando para la posteridad obras literarias de indudable valor estético y ético. Moría aquel que, al decir de Martí, fuera dominicano de nacimiento, pero cubano de corazón, aunque Gómez prefirió referirse a sus dos patrias y así se definía: «dominicano de nacimiento, pero dominicano y cubano de corazón».

Por Yoel Cordoví/Granma



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