María Emilia, solo una vida para 116 años

بقلم: María Candela
2017-03-01 22:54:44

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Desde su adolescencia, María Emilia toma la comunión en la iglesia de Nuestra Señora de Monserrat./Foto: Roberto Alfonso/5 de Septiembre

Por: Roberto Alfonso Lara/5 de Septiembre

Cuando el siglo XX nació, vino al mundo María Emilia Quesada Blanco, aquel 5 de enero de 1901 en Cienfuegos. Pero al morir la centuria, e inaugurarse otra, María Emilia renovó el calendario, comenzó de cero, como si el nuevo siglo fuera ella misma.

Hoy tiene 116 años y todavía guarda fuerzas para serle fiel al motivo de su vida. En la iglesia de Nuestra Señora de Monserrat, “Los Jesuítas”, se le encuentra martes y viernes, sentada frente al altar, absorta en el silencio del templo. Allí toma la comunión, reza las oraciones…, y retorna cada semana como fiel devota.

Atesora, dice, muchas experiencias para contar. “¡Figúrate, buenas y malas! He pasado por tanto… La muerte de mis hermanos, éramos 16; a uno lo perdí, joven, en un accidente, y la última falleció con 100 años y pico, soltera. No me quedan hermanos, la única, yo; así que fíjate cuántas cosas he superado con el favor de Dios”.

María Emilia evoca esos hechos sin nostalgia visible en el rostro ni voz cortada. Asume lo triste con el mismo espíritu que le ha permitido rebasar los duros momentos de su prolongada existencia. Nunca se casó ni dio a luz; en cambio, alega tener numerosos hijos y nietos postizos.

“He vivido alegrías y penas, como todo el mundo. Aún en la fecha de mi cumpleaños me hacen un motivito, junto a las personas de la tercera edad. Siento regocijo, recibo regalos, y lo paso tranquila”.

Su rutina fue anulada por el peso de los años, aunque, centenaria, llegó a trabajar en las oficinas de la iglesia. “Ya no, estoy sentada, expresa con cierta resignación. Antes solía atender el teléfono, regaba las matas y doblaba la Vida Cristiana (publicación católica dominical). Ahora no lo hago, porque no puedo.

“Un día, en enero de 2014, regresaba a la casa y sufrí un mareo. La cabeza se me iba para los lados, izquierdo y derecho. Me senté allí, en la última ventana del edificio, abajo, donde hay dos escaloncitos, para evitar la caída. Desde entonces no realizo ninguna actividad”.

Dedica horas a las oraciones, como lo hizo de niña cuando los padres la trajeron por vez primera a Monserrat. Temprano descubrió la fe y jamás buscó la distancia.

“Rezo mucho por todos. Por la comunidad, mis vecinos, amigos, gente de afuera y de adentro, incluso por quienes no conozco. Pido que no haya más guerra, sino paz. Rezo por los jóvenes. Les recomiendo escuchen al Papa Francisco, para el bien del mundo, y perdonen a los que ofenden”.

Ejerció esa filosofía siempre, en el propio espacio temporal que la llevó a envejecer, sumar arrugas sobre otras y continuar la vida en el tono blanquecino de las canas.

“Asistí a cientos de enfermos, mujeres solas, niños desamparados. Visitaba el hospital, y a algunos los atendí en la casa, sin cobrarles un centavo, gratuitamente. A los asilos iba, y les llevaba, a los viejitos, dulces, caramelos, cake…, racimos de uvas en la Navidad.

“He recibido amor del servicio a mis hermanos, no solo de los de sangre. Los pequeños me quieren muchísimo, y tengo el apoyo de los adultos, porque yo no cuento con retiro, mi labor fue particular, en las congregaciones”.

Mientras espera por la comunión, persigue en la memoria lejanos recuerdos. A veces los narra como si hubieran sucedido hace poco. Cuando le resulta imposible atraparlos, toma una pausa, y se aferra luego a la religión, su sostén.

“Mi vida ha sido muy contenta, a pesar de las penas. A algunas personas les comento que no la merezco, y ellos responden: ‘sí, tú las mereces’, sobre todo aquí, en ‘Los Jesuítas’, donde me aprecian y ayudan”, afirma.

Con 116 años, María Emilia es uno de los seres humanos más longevos del planeta, aunque su nombre no aparezca en listado global de los supercentenarios. Los conocidos le llaman “La primorosa” o “La joya de Monserrat”, y la consideran un símbolo.

Pero a su edad no la ruborizan los elogios. Le preocupa el tiempo, dice casi a manera de confesión, antes de volver frente al altar, a sumergirse en la hondura de las oraciones.

“No quiero morir y dejar cosas pendientes”.



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