Días de marzo

بقلم: Martha Ríos
2017-03-06 14:51:01

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José Antonio Echeverría. Foto: Archivo

Por Graziella Pogolotti*

Era todavía noche cerrada. Insolente y apremiante, sonó el teléfono. Respondí de inmediato, inquieta por lo insólito de la hora. Muy alterada, la voz de una compañera de estudios anunció.

Batista acababa de entrar en Columbia. El ruido despertó a mis padres y a los vecinos inmediatos. Pendientes del suceso, ya no volveríamos a acostarnos. Por eso, no nos sorprendió el breve tiroteo que se produjo algo más tarde en el entonces Palacio Presidencial, situado a una cuadra de Peña Pobre donde vivíamos en esa época.

El brutal acontecimiento irrumpía en medio de un proceso electoral que debía desembocar el casi inminente primero de junio. La mayoría apostaba por el triunfo de Roberto Agramonte, candidato del Partido del Pueblo Cubano (ortodoxo), heredero de la popularidad de Eddy Chibás y de su consigna «Vergüenza contra dinero», representada simbólicamente por una escoba destinada a barrer los males de la República.

Ante el desafío de la oposición, el gobernante Partido Revolucionario Cubano (auténtico), ofrecía, con Carlos Hevia, la imagen de una persona decente, no contaminada con la corruptela dominante.

En último lugar, Fulgencio Batista resultaba una figura descartable en la práctica. Al estrenarse como votantes, mis coetáneos tendrían dónde escoger.

Ahora se tendía ante nosotros un futuro incierto teñido de sangre.  Estábamos a punto de graduarnos en la Universidad y aspirábamos a desarrollar  en la isla nuestra práctica profesional. Ante la sorpresa del golpe, los partidos políticos permanecieron paralizados.

A lo largo del día, poco a poco, los mandos militares de las provincias se fueron uniendo al golpe. El presidente Carlos Prío Socarrás no aceptó la propuesta de los estudiantes decididos a convertir la colina universitaria en reducto de resistencia armada. Buscó  amparo en la Embajada de México y salió al exilio.

Algo se ha investigado sobre el tema, pero quedan muchos aspectos por dilucidar. Según algunos estudiosos que han tenido acceso a archivos, no aparecen pruebas fehacientes de la intervención del imperio en el hecho. Sin embargo, las relaciones diplomáticas se mantuvieron, como la presencia de asesores militares y la entrega de armamento moderno.

Era posible, pues, romper el orden constitucional y las normas de la democracia representativa sin recibir la menor represalia. Todo parece indicar que el golpe fue acogido con beneplácito. Había periclitado la sutil diplomacia instaurada por el New Deal, más inclinada a la negociación que al uso de las cañoneras, aunque, como es sabido, el dinosaurio seguía ahí.

La resistencia al golpe de Batista fue la expresión tangible de la crisis del sistema neocolonial. Más allá de los matices que los diferenciaban, los partidos políticos no pudieron articular una respuesta coherente. La crisis estructural de la economía, obvia desde 1925, mostraba los síntomas de su agonía final, al borde de la extremaunción.

Se almacenaba el azúcar de una zafra que no había podido venderse en su totalidad, lo que imponía restricciones a las que tendrían que hacerse en los años subsiguientes.

El tiempo muerto se multiplicaba en un desempleo incontenible. El panorama afectaba de manera directa a los obreros,  pero tendría sus efectos también en la clase media emergente. Para contener el descontento, hacía falta una mano dura.

En el plano internacional, la estrategia del New Deal no correspondía a los nuevos tiempos. Los cambios formales en las relaciones de los Estados Unidos con su patio trasero se habían adaptado al contexto que privilegiaba la lucha contra el fascismo.

La derrota del eje Berlín-Roma-Tokio replanteó los términos del reparto del mundo. Se estaba iniciando la guerra fría, inminente ante el auge del ideario de izquierda. Descolonización y perspectiva socialista eran los fantasmas que recorrían el mundo y se expandían por encima de Europa, tal y como la conociera Carlos Marx cuando redactaba el Manifiesto Comunista.

El macartismo, expresión aberrada del nuevo panorama, desencadenó su furia contra los intelectuales y los artistas. Su saña se centró en Hollywood, en clara correspondencia con el papel que empezaban a desempeñar los medios masivos de comunicación. Perseguidos, sometidos a chantaje, muchos se exiliaron en Cuernavaca. Chaplin abandonó su residencia en Estados Unidos.

En la América Latina proliferaban las dictaduras. Si al amparo del New Deal Lázaro Cárdenas pudo nacionalizar el petróleo, Juan Domingo Perón  fue satanizado  por gestos de carácter nacionalista.

Hay que reconocer que, en este caso, izquierda y derecha coincidieron en colgarle la etiqueta de populista, como ocurrió también con Getulio Vargas en Brasil. La sombra más ominosa se proyectó, sin embargo, dos años después del golpe de Batista en la agresión contra Guatemala, donde se perfilaba apenas una tímida reforma agraria.

Habíamos entrado en una época que costaría ríos de sangre al subcontinente. Frente al  desconcierto generalizado ante el 10 de marzo, solo Fidel supo articular, con visión de estadista, el diseño estratégico. Comenzó por agotar las vías de la legalidad.

Demostrada su ineficacia, otra evidencia de la crisis institucional generalizada, comenzó el paciente trabajo político de educar y organizar. Confió, para la dura lucha que se avecinaba, con las reservas morales y la disposición al sacrificio disponibles en los sectores juveniles.

Al principio, fue una minúscula vanguardia que pagó, en el asalto al Moncada y en el desembarco del Granma, un alto costo en vidas. Pero, como sucede con toda causa justa que responde a las demandas esenciales de la sociedad, la bola de nieve se convirtió en alud. La tiranía, ante la sorpresa de los políticos del mundo, fue derrocada.

Jóvenes fueron los que solicitaron las armas al presidente Prío Socarrás  para defender los fueros de un Estado de Derecho. Jóvenes fueron los que se aglutinaron en torno a Fidel. Y, en este mes de marzo, esta vez en 1957, jóvenes fueron los que intentaron tomar por asalto el Palacio Presidencial.

El saldo fue costosísimo, cayó José Antonio Echeverría, «Manzanita», el muchacho carismático que prometía ser un renovador de la arquitectura. La lista de nombres es interminable. Fructuoso, Juan Pedro Carbó, Machadito, Joe Westbrook, José Luis Gómez Wangüemert y tantos otros.

Guiado por su experiencia, Fidel supo confiar en los jóvenes. Formó con ellos equipos para la ejecución de los proyectos más audaces.

Desde el minúsculo lugar que me ha tocado, yo también confío en ellos, porque es la edad de los sueños, de las ilusiones, de la esperanza y la disposición al sacrificio.

Maestra al fin, pienso que sobreprotegerlos es un modo de castrarlos. Hay que dejar que fortalezcan sus alas para el vuelo de águila que necesitamos, aunque de vez en cuando no vengan mal el suave cocotazo y la reprimenda oportuna.

*Destacada intelectual cubana

(Tomado del eriódico Juventud Rebelde)



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