Por Pedro de la Hoz
Miguel Díaz Canel se halla bajo los reflectores. Lo estuvo antes de la renovación hace unas horas del mandato presidencial cubano, lo está ahora que los diputados votaron por él para encabezar los Consejos de Estado y de Ministros, y lo estará en los tiempos por venir dada su investidura.
No sé a qué viene tanta especulación acerca de si es rupturista o continuista, conservador o reformista, o si pertenece o no al linaje de los Castro. Mejor dicho, sí sé por qué. A Cuba, con buena o mala fe, le aplican cartabones políticos ajenos a la realidad de la isla, provenientes de diferentes modelos, muchas veces sin que esos mismos opinantes tengan en cuenta las carencias, distorsiones y desaguisados de sus propias realidades.
Por cierto, da risa y pena el titular de un desfasado medio español: “Raúl Castro impone a Miguel Díaz Canel para apuntalar la dictadura”. Lenguaje de sainete mediocre de quienes todavía sueñan con Franco.
Alguien cercano manejó la palabra incertidumbre tres meses antes de que sucediera lo que por fin sucedió. Incertidumbre sobre quién sería electo para la Jefatura del Estado cubano, cuando quedara instalada la novena legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Si hubiera sido perspicaz, tendría que haber notado la larga y ardua preparación del candidato –sus frecuentes recorridos de trabajo a lo largo y ancho del país, encuentros con sectores productivos y sociales que no estaban directamente vinculados al área de atención del entonces Primer Vicepresidente-, y la consolidación de una progresiva proyección pública.
Yo no tuve dudas, ni entonces ni aún antes, desde que Raúl Castro confirmó que no sería reelecto en los comicios del 2018. El 92.85 del voto de los ciudadanos del municipio de Santa Clara que validaron su condición de diputado –fue el más votado entre los 12 nominados en esa ciudad al centro de la isla- y los 603 parlamentarios que aprobaron su nombramiento –sólo uno dejó de hacerlo-, en ambas ocasiones mediante
un escrutinio directo, privado y secreto, refrendaron mi vaticinio y voluntad.
Cuento con el privilegio de haber sido testigo directo del crecimiento político de Díaz Canel. Lo conozco desde los días en que, graduado de ingeniero eléctrico en la Universidad Central de Las Villas, cumplía con las obligaciones del servicio militar postgraduado, en una unidad militar de la región villaclareña. Era para mí –y lo sigue siendo- un muchacho de Santa Clara, el hijo de Miguel, un atento lector de mis crónicas y comentarios en el diario Vanguardia, de aquella ciudad.
Hemos intercambiado criterios y opiniones muchas veces en Santa Clara, Holguín y La Habana, por razones de trabajo, pero al margen hay siempre un espacio para informarnos de amigos comunes, sangrar por el destino incierto de nuestro equipo de béisbol –los anaranjados de Villa Clara- y comentar sobre gustos y tendencias musicales.
Es un político que sabe escuchar, sugiere pautas, nunca las dicta; flexible y sensible, sin aires de sabelotodo ni de perdonavidas; vehemente cuando hay que serlo y muy reflexivo por naturaleza. Es castrista pero sabe que su misión no pasa por equipararse ni a Fidel ni a Raúl para que el Estado que encabeza ahora se parezca a su gente, a su tiempo y, más aún, al futuro.
No cometo indiscreción alguna –a fin de cuentas todo aconteció en el ámbito público- si recuerdo un par de anécdotas recientes. El 6 de enero, Día de Reyes, la comparsa de los Marqueses de Atarés convocó, junto al Proyecto Timbalaye, una celebración rumbera. Sin encomendarse a nadie, Díaz Canel apareció, en compañía de su esposa Liz, que por sus funciones en la agencia de turismo cultural Paradiso, debe aportar logística a la Ruta de la Rumba, itinerario que todos los veranos lleva el género a las comunidades de la isla. Allí, entre gente muy humilde, gozó como cualquier hijo de vecino.
El 28 de febrero acudió al teatro América a una velada dedicada a la memoria de la gran bolerista Elena Burke. Fue en familia, porque quiso. Días después me interpeló: “¿Estabas en el teatro? Dime qué te pareció y luego te digo”.
Era el muchacho de Santa Clara. Estoy seguro de que los reflectores no lo cegarán.