Por Graziella Pogolotti*
Hace 80 años España agonizaba. Era el preludio de la Segunda Guerra Mundial. Hitler medía sus fuerzas ante la pasividad de las potencias occidentales, refugiadas en una neutralidad que, en la práctica, constituía una complicidad vergonzante con el fascismo en expansión.
A partir del pronunciamiento y la rebelión militar contra la República nacida del voto popular, Francisco Franco contó con el apoyo de Italia y Alemania, que le entregaron recursos de toda índole y masacraron la población civil al bombardear ciudades abiertas.
El asesinato en Granada del poeta Federico García Lorca ratificaba el llamado a la muerte de la inteligencia. Ante la arremetida, hombres y mujeres de todo el mundo acudieron a combatir como voluntarios.
Pablo de la Torriente Brau cayó en Majadahonda. La vulnerabilidad del régimen constitucional, solitario en su lucha, se acrecentó con la progresiva fragmentación de las fuerzas que lo sostenían.
El costo humano fue inconmensurable para la península. A los caídos en la guerra se añadieron las víctimas de la feroz represión desatada después del conflicto. Todavía hoy son muchos los desaparecidos cuyos cuerpos no han podido ser recuperados.
El exilio español se dispersó por América y Europa. El general Lázaro Cárdenas le abrió las puertas de México y el país se benefició con la decisiva contribución de los emigrados al desarrollo de la educación, la cultura y la ciencia.
En contraste con la generosa solidaridad popular, el Gobierno cubano fue remiso en ofrecer ayuda. El destacado hematólogo Gustavo Pitaluga no pudo ejercer su profesión.
A pesar de esas dificultades, un buen número de españoles, enamorados de la Isla, decidió permanecer aquí y sobrevivir a duras penas. Tuve la oportunidad de conocer a unos cuantos, representantes de un espectro político diverso y portadores de distintos saberes.
Solo la creación de la Universidad de Oriente concedió el espacio merecido al pedagogo Herminio Almendros, al profesor de Literatura Juan Chabás, al químico Julio López Rendueles y al penalista José Luis Galbe que se había desempeñado como fiscal durante la República.
Todos llevaban a su manera el dolor de España. Chabás era portador del sentimiento trágico de la vida. Almendros contrajo una bronquitis impenitente en el cruce de los Pirineos y padecía la separación prolongada de su esposa y los hijos.
El espacio no me alcanza para abundar en la personalidad y la trayectoria de los arriba mencionados. Quisiera, sin embargo, evocar dos historias singulares. Asiduo y activo participante en los debates de la Universidad del Aire conducida por Jorge Mañach, Manuel de la Mata se convirtió en figura reconocida en los medios intelectuales.
Para sorpresa de todos, después del triunfo de la Revolución recuperó su identidad perdida. En verdad, se llamaba Francisco Calles. Prisionero en una cárcel franquista, pendía sobre su persona la amenaza de una posible condena a muerte.
Se apoderó del pasaporte de un cubano que le permitió, en virtud de esa falsa ciudadanía, obtener la protección de nuestros representantes diplomáticos en España.
Recuperada su documentación legítima, se convirtió en el director de un centro de enseñanza ejemplar, el instituto preuniversitario Raúl Cepero Bonilla, donde congregó un claustro altamente calificado y formó sucesivas promociones de estudiantes con brillante ejecutoria en distintas ramas del saber.
Con el vozarrón que estremecía en sus frecuentes ataques de ira, José Estrugo había sido un comerciante ajeno a los quehaceres de la vida política.
Al producirse el pronunciamiento franquista, su conciencia ciudadana lo indujo a incorporarse a las milicias. Combatió en el Frente de Asturias a las órdenes del general Miaja.
Acorralados por el enemigo en Gijón, la muerte amenazaba a los sobrevivientes refugiados en el aeropuerto. Los asesores soviéticos aseguraron una avioneta. En ella, Estrugo pudo cruzar la frontera francesa.
Regresó a España. Quedó atrapado en Barcelona cuando las tropas falangistas invadían la ciudad. Esta vez no estaba solo. Lo acompañaba su esposa con el brazo derecho mutilado a consecuencia de los bombardeos de Madrid.
En el puerto permanecían atracados numerosos barcos franceses y británicos. Estrugo acudió a todos los capitanes en solicitud de ayuda. Se negaron, apelando a la neutralidad decretada por los respectivos gobiernos.
Al cabo, recordó que en algún tiempo había sido masón. Se identificó con una contraseña. El inglés respondió. A pesar de las órdenes de Su Majestad, no podía abandonar a un hermano.
Así, después de un largo periplo, Estrugo encontró refugio en Cuba, donde siguió practicando su oficio de comerciante. Importaba, entre otras cosas, vinos chilenos. Soñaba con dejar sus huesos en España.
No pudo lograrlo. Al cabo de tantas aventuras, murió al caer de una guagua. El contén de la acera le fracturó la base del cráneo. Pero, ya entonces, el triunfo de la Revolución Cubana le había devuelto las esperanzas.
Limitado en número, el exilio español en Cuba representaba la realidad profunda del país conocida por José Martí, un pueblo que resistió el brutal ataque fascista mientras rescataba, con letras renovadas, el cantar de las coplas tradicionales.
Encontraron en Cuba una patria y un espacio para seguir fundando, para entregar trabajo y saber a la lucha por la emancipación humana, siempre la misma, acá y allá.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)