Por Ollantay Itzamná
A principios del presente siglo, cuando Bolivia subsistía en el caos e incertidumbre sociopolítico generalizado, algunos analistas coincidía, en aquel entonces, quizás con cierta resignación: “Bolivia es una constante disputa en caída libre que jamás toca fondo…, porque justo antes de estallar… encuentra alguna vía de solución circunstancial que le permite continuar en caída/conflicto constante”.
Años después, el 18 de diciembre, 2005, “la constante disputa” se “resolvió” en las urnas a favor de la organización política Movimiento Al Socialismo (MAS), que enarboló “proceso de cambios estructurales” para el país.
Desde entonces, hasta el golpe de Estado del 10 de noviembre del 2019, Bolivia vivió una suerte de una inédita “luna miel” alargada (estabilidad sociopolítica y económica). A nivel económico, el Bolivia dejó de ser el país más paupérrimo del Continente. Su modelo económico y político se constituyó en motivo de estudios referenciales a nivel mundial. Bolivia logró convertirse en “buena noticia” en el espectro mundial y regional.
Pero, aprovechando los errores sociopolíticos del MAS, y el exceso de confianza por parte del gobierno de Evo Morales en los actores opositores, grupos cívicos de la clase media lograron consumar el Golpe de Estado con la promesa de “democratizar Bolivia”, y colocaron en el gobierno a la autoproclamada Jeanine Áñez. La Organización de Estados Americanos (OEA) y el gobierno de los EEUU fueron actores claves de aquel acto sangriento.
Siente meses después de aquel Golpe de Estado, Bolivia, ahora, es una “mala noticia” a nivel regional y mundial. Reemerge el histórico “lamento boliviano”.
Los derechos sociopolíticos son sistemáticamente suprimidos, bajo la consigna gubernamental de: “cárcel al que se oponga”. Las cárceles están nutridos de presos políticos (opositores) y periodistas.
Las instituciones públicas que se fortalecieron y funcionaron por más de una década, ahora, colapsan. Embajadas y ministerio cerrados. Nepotismo y corrupción pública se constituyen en la regla en la administración pública.
Superando incluso películas de ciencia ficción, la pandemia de covid19 fue una justificación para uno de los vergonzosos hechos de corrupción pública ejecutados públicamente por la dictadura actual. Compra con sobreprecio de los ventiladores.
Bolivia, en siete meses, pasó de ser “país con economía modelo” a “país limosnero” dependiente de la “ayuda” y préstamos inmorales de grupos financieros internacionales. “Bolivianos otra vez encadenados a la eterna deuda externa”.
Se difuminó la figura de “autoridad pública” que en buena medida garantizó por más de una década la envidiable “estabilidad sociopolítica” del país. Ahora, en Bolivia, casi nadie respeta al Estado. Una creciente mayoría social de la población nomina/repudia a la Policía Nacional como “motines”. La Presidenta usurpadora es motivo de permanente burla/insultos constantes. El “factor unidad” desapareció en Bolivia….
En este contexto, apareció la pandemia de covid19, que aparte de enlutar a Bolivia, develó la incapacidad intelectual y la inmoralidad óntica del gobierno de facto. Al límite que los sectores que ingenuamente apoyaron el Golpe de Estado, ahora, asustados y avergonzados de su obra, se sienten huérfanos políticos, añorando quizás las “cebollas de Egipto”: Con Evo por lo menos teníamos estabilidad.
Esta creciente ausencia de sentido político que se apodera de la bolivianidad hace que las urnas, en las próximas elecciones generales, se constituyan en el instrumento dirimidor del caos sociopolítico galopante.
Los actores del golpe del Estado y el régimen de facto actual, golpeados por su inmoralidad e ineptitud demostrada, están jurídicamente obligados a pasar la prueba de fuego: las urnas. Allí, “los salvajes”, “los masistas”, las mayorías demográficas, los esperan para premiarlos o castigarlos. Por eso, la dictadura del gobierno de facto se resiste a convocar a elecciones generales. Y cuanto más se resiste, más se dividen y debilitan.