Perucho Figueredo. Imagen:MC
Ante el pelotón de fusilamiento, con los pies llagados y ensangrentados, pero inmensamente patriota, Perucho se paró frente a la historia y junto a su propia letra de guerra se impregnó en las fibras más íntimas de la nación cubana al exclamar, minutos antes de su último aliento, que «morir por la Patria es vivir».
El pasaje desgarrador describe la jornada funesta del 17 de agosto de 1870, cuando un batallón español fulminó, en Santiago de Cuba, el cuerpo enfermo y desvalido de Pedro Felipe Figueredo Cisneros –nuestro eterno Perucho–, cuyo desenlace fue tan épico como su vida toda.
Y es que Figueredo fue más que el jefe mambí que nos legó para todo tiempo las notas de su Bayamesa, devenida Himno Nacional; y el patricio valeroso que prendió los fuegos independentistas bajo el liderazgo de su entrañable amigo Carlos Manuel de Céspedes.
Perucho fue más. Fue el hombre que se desprendió de todos sus lujos materiales para irse a la manigua a defender el sueño postergado de una Cuba libre, y luego quemó sus propiedades en el Bayamo insurrecto que incendió la ciudad el 12 de enero de 1869.
Fue, además, el Mayor General del Ejército Libertador y Secretario de la Guerra, que nos dejó el ejemplo de un padre sublime, pues su bisoña hija Canducha fue abanderada del cuerpo armado.
De mirada penetrante, elevada estatura y carácter dulce, Perucho supo combinar con una destreza asombrosa sus faenas como ilustre abogado, músico excelso y agudo escritor, con las de conspirador temerario y patriota sagaz, en quien anidaron los sentimientos hermosos de la rebeldía y la libertad.
Al evocarlo, Martí afirmaría con honda certeza, que aquel redentor «alzó el decoro dormido en los pechos de los hombres». (Tomado del diario Granma)