Sombrero de Camilo Cienfuegos
por Leidys María Labrador Herrera
Un hombre es mucho más que piel y huesos, mucho más que un amasijo hecho de cuerdas y tendones, como dice la icónica canción de Silvio. Un hombre es, en esencia, los valores que posee, los principios que lo acompañan, las actitudes que asume frente a los retos del tiempo que le toca vivir.
Dependiendo de esos imprescindibles componentes de la naturaleza humana se conforman esos bandos que, con tanta claridad, definió el Apóstol, y a los que nos unimos por libre y espontánea decisión.
Como casi todo lo importante e imperecedero de la vida, es el lado correcto el más difícil. Para odiar y destruir basta con el mero deseo de hacerlo, pero para construir y amar hace falta tanta entrega, voluntad y decisión, que no son pocos los que se pierden en el camino, y se dejan arrastrar por las corrientes del inmovilismo y la pesadumbre.
Pero hay hombres con una energía tal que jamás decaen en sus empeños de empujar las grandes obras, que las convierten en su sueño personal y a ellas entregan el alma; hombres con la excepcional capacidad de no detenerse ante nada y no permitir que quienes estén al lado suyo se detengan; esos a los que con respeto decidimos llamar líderes y, a veces, son líderes y héroes, y brillantes maestros de aquello que solo con el ejemplo es posible enseñar.
De estos hombres era aquel de entrañable y cálida sonrisa, de negra cabellera, de justeza y valentía inigualables; aquel al que octubre arrancó de forma abrupta, sin lugar a despedidas ni abrazos ni consuelo; aquel que, en el minuto exacto y desconocido del adiós, ya era pueblo, y jamás dejó de serlo.
Le tiemblan a uno las manos para escribir de Camilo, por temor a que ninguna de las palabras, aun salidas del más hondo sentimiento, alcancen la estatura a la que solo ciertos hombres, muy bien elegidos por la historia, pueden llegar.
Temple, fidelidad y transparencia había en aquel comandante de espíritu rebelde y verde olivo, de escasas ambiciones más allá de Cuba libre y digna.
Cuánta epopeya rodea su figura, cuánta anécdota valiosa la acompaña, cuánta admiración sincera la cobija, y no es casual. Si le preguntan a la historia, dará sin miramientos las más irrefutables razones. Hablará del yate Granma, del guerrillero que se fue curtiendo combate tras combate hasta llegar a convertirse por mérito propio en Comandante.
Qué inmenso jefe militar, excepcional combatiente, incomparable estratega. Qué inmenso se le vio en aquella invasión a occidente que el triunfo definitivo detuvo en el centro del país, como si estuviera predeterminado a ser ya para siempre el Héroe de Yaguajay.
La historia hablará del hombre que derribó con sus propias manos los muros de la fortaleza de Columbia, y contará orgullosa sobre la Caravana de la Libertad.
Pero la historia dirá también que no fueron ni las victorias, ni las heridas en combate, ni la fiereza y la inteligencia para hacer frente al enemigo, ni los grados militares las razones que lo convirtieron en Señor de la Vanguardia; sino la humildad de su figura, su compromiso con la Patria y su futuro, el acompañamiento a Fidel, la amistad inigualable que forjó con el Che, su respeto por cada uno de los hombres bajo su mando, y aquella pregunta que aún resuena y que el curso propio de la Revolución respondió: ¿Voy bien, Camilo?
Fue de esos a los que nunca la dureza de los tiempos les robó la ternura, y la sensibilidad humana que desbordó a cada paso lo acercó a la gente más sencilla, que lo abrazó en sus corazones como la tierra abraza al árbol.
Saberlo querido y admirado por tantos no lo llevó jamás a envanecimiento alguno, y siguió siendo siempre, aun con sus infinitos méritos y sus incontables responsabilidades, la misma persona de cuna y alma humilde.
Bromista, jaranero, es cierto, eso lo hizo todavía más humano, pero jamás empañó la seriedad, el sentido del deber y la responsabilidad ilimitada con que hizo frente a cada una de las tareas que la Revolución depositó en sus manos, con una confianza semejante a la de un padre que entrega su legado en las manos de sus hijos. Y lo mismo sin saberlo hizo él, pero sus hijos son millones, y su legado, imperecedero e inagotable, porque cada vez que leemos o escuchamos sobre él, lo redescubrimos y, por ende, lo admiramos un poco más.
Hace mucho que este pueblo decidió que sus héroes traspasaran los límites de una clase de Historia, rompieran la solemnidad inamovible de una fotografía, desafiaran el tiempo habitando la memoria. Esa convicción irrenunciable los ha puesto a todos, incluyendo a Camilo, justo a nuestro lado en los momentos más difíciles, batallando, codo a codo, por la defensa de esta obra que tiene a las ideas por escudo, y la historia y la unidad como estandartes.
Es este un octubre de momentos cruciales. Uno en que el mayor homenaje que le hacemos es estar de pie, resistir y avanzar, sobreponernos, unirnos y soñar siempre con el futuro, porque lo creemos y lo sabemos posible.
Ha habido mucha heroicidad en estos tiempos. Estaría orgulloso de su pueblo, porque cada tiempo hace sus propios héroes y cada uno es, a su manera, continuador de aquellos que le han antecedido. Nuevos nombres han ascendido al altar supremo de la Patria, sin proponérselo, sin buscar gloria alguna como tampoco él pretendió, pero son otra prueba de que este pueblo comparte algo más que un país, algo más que sueños, algo más que el día a día: comparte sentido del deber y de la justicia.
Como en cada 28 de octubre, le cantamos a la vida de Camilo, en vez de llorar su muerte, y es el canto agradecido de quienes se sienten orgullosos de seguirlo, y eligen hoy aquel camino trazado a base de heroísmo, que sigue su curso a la par de la resistencia de esta Revolución. (Tomado del diario Granma)