Por Graziella Pogolotti*
Como los egipcios, tenemos nuestras pirámides. Un poderoso sistema de fortificaciones defiende nuestras costas. A la manera de quijadas, el Morro y la Punta intentan cerrar la boca del estrechísimo canal que ingresa en la bahía de La Habana.
Hoy todavía, las embarcaciones se detienen a la entrada en espera del pequeño práctico que los conducirá al interior de la bolsa. Eminente ingeniero, Juan Bautista Antonelli dirigió las obras de la fortaleza que nos identifica. Pero me maravilla pensar en las manos que pulieron piedras sobre los duros arrecifes.
Alguna vez, en mi infancia, subí a la cúspide. Desde la altura, me espantaron las aletas de los tiburones que merodeaban por el lugar. Supe más tarde que bajo la dictadura de Machado los perseguidos políticos se convirtieron en presas de los terribles escualos hambrientos.
Muchos constructores vinieron de otras partes. Tanta fue la demanda en una ciudad en crecimiento hipertrofiado por el paso de las flotas que transportaron los metales preciosos de América. Aparecieron numerosos oficios. Las velas y el maderamen de las naves exigían reparación.
Al cabo surgieron astilleros que proporcionaron buques a la armada invencible de Felipe II. Se formaron albañiles, ebanistas, herreros. Se iba componiendo la trama de una sociedad compleja. Para entender nuestro origen, no basta con conocer los nombres de los sucesivos capitanes generales que gobernaron una colonia constituida en llave del nuevo mundo.
Hay que transitar por la historia económica en su interacción con el diseño de una sociedad estratificada, con la progresiva transculturación y con la mentalidad generada por varios factores.
Desde el principio, la mano de obra escaseó en la Isla. Buena parte de los conquistadores se dejó seducir por el atractivo de los metales preciosos que abrigaba el continente.
Aprendí en los manuales de historia que, sobre una lenta acumulación inicial, la toma de La Habana por los ingleses propició un cambio y sembró la necesidad de defender la libertad de comercio frente a la monopólica corona española.
Estudios posteriores subrayan con razón el papel decisivo desempeñado por la revolución haitiana en lo económico, lo social y lo político. Cuba fue llamada a sustituir a la nación vecina en la producción de azúcar y café.
Se estaban sentando las bases de un proceso que nos llevaría al monocultivo y a la dependencia del comercio exterior y, en última instancia, de los rejuegos de las bolsas de valores.
Para afrontar esta demanda, la monstruosa trata negrera devino negocio lucrativo. Piezas de ébano privadas de su dignidad, los negros padecían castigos bestiales. Eran dominados, mientras los insumisos cimarrones se apalencaban.
Los esclavos procedían de distintas culturas africanas. Olvidamos con frecuencia que eran personas con rasgos individuales condicionados por la jerarquía que ocupaban en su territorio de origen y, como sucede en todas partes, favorecidos en tanto portadores de talento e inteligencia propias. La Isla no era solamente el habitar de amos y esclavos, de blancos y de negros.
Con el andar del tiempo, se constituyó una capa de negros y mulatos libres que se hicieron cargo de numerosos oficios. Había parteras, dentistas, músicos, sastres que, como lo consignó Villaverde en Cecilia Valdés, servían a la más alta sociedad.
Muchos sirvieron en los batallones de pardos y morenos. Aprendieron el manejo de las armas e intervinieron en acciones más allá de la Isla. Comprendieron la importancia de las instituciones jurídicas. Este saber complementó para ellos el alcance de los papeles de libertad.
Fueron una iniciación al entendimiento de la importancia de los derechos ciudadanos, todavía inexistentes bajo el dominio de la corona española. Eran reivindicaciones que empezaban a formularse desde abajo, cuando todavía el acceso a los altos niveles de enseñanza permanecía vedado a quienes no pudieran demostrar limpieza de sangre.
Por eso la revolución de Haití tuvo entre nosotros efectos contradictorios en el plano ideológico. Para los criollos adinerados, instauró el terror al negro, que postergó el compromiso con el independiente radical, además de alentar tendencias reformistas y anexionistas. En sentido contrario, para negros y mulatos, inspiró ideales emancipatorios.
Las noticias de lo ocurrido en la isla vecina se transmitieron por vía oral a través de los esclavos que acompañaron a sus amos franceses a la zona oriental del país.
Luego, el trasiego militar en el puerto de La Habana, punto de conexión entre las Antillas, España y la Luisiana, mantuvieron vivo el interés por lo que estaba ocurriendo al otro lado del Paso de los Vientos.
Tres fechas marcan nuestra historia con hierro candente, 1812, 1844 y 1912. La conspiración de Aponte mostró la evidencia de una amenaza latente. La conspiración de La Escalera hizo palpable la conexión posible entre las dotaciones de esclavos y las capas ilustradas de negros y mestizos.
Recordamos esa fecha como el año del cuero. Encabezada por el poeta Plácido, la relación de las víctimas es impresionante. La república neocolonial no saldó la deuda.
Como en casos anteriores, la represión de los independientes de color quiso ser ejemplarizante. Mambises, los negros y mulatos adquirieron el derecho al voto, pero no recibieron el reconocimiento debido quienes habían levantado con sus manos la riqueza de la nación y combatieron por ella.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado de Juventud Rebelde)