Por: Miguel Febles Hernández
No hace mucho, un periodista amigo exponía en uno de sus habituales comentarios en la página digital de Televisión Camagüey, no sin cierta crudeza, que los cubanos estamos cometiendo un crimen a la vista de todos: asesinar con total alevosía y premeditación una virtud secular, la puntualidad.
De primera lectura, tal aseveración me pareció un poco fuerte y hasta exagerada, pero luego de meditar una y otra vez sobre el asunto, no puedo más que coincidir con el colega en el hecho cierto de que, al paso que vamos, esa cualidad propia de los seres humanos se convertirá en rara avis.
Como generalizar no es bueno, quisiera disculparme con aquellos que asumen una actitud seria, diligente y cuidadosa para hacer las cosas a su debido tiempo y llegar a cada lugar en el momento señalado, sinónimo de consideración por los semejantes y muestra de indiscutible liderazgo.
Sin embargo, justo es reconocer también que no siempre ocurre así. No haces nada con tratar de organizarte en el orden personal, de reducir al mínimo las «escaramuzas» inoportunas, cuando otros se encargan de trastocar tu planificación diaria y transformarla en un lamentable desbarajuste.
Sobran los ejemplos a nuestro alrededor: no son aislados, precisamente, los actos, consejillos, reuniones, encuentros, conversatorios y simposios, en los cuales la hora de inicio convocada se ha convertido en mera formalidad, en intrascendente apunte a plasmar en un programa impreso con todas las de la ley.
Teatros (a veces sin adecuada ventilación), plazas, parques y salones de las más diversas dependencias son, con bastante frecuencia, mudos testigos de la ansiosa y agotadora espera de los auditorios, a quienes se les irrespeta el tiempo particular, no siempre abundante en época de no pocas urgencias cotidianas.
El caso extremo es que, luego de comenzar a deshora determinada reunión, hasta los cálculos más conservadores se hacen añicos cuando el límite previsto para concluir se prolonga casi indefinidamente por obra y gracia de intervenciones insulsas, repetitivas y escasas en aportes concretos.
Ello se torna complicado en el instante en que a los participantes en un evento específico se les «ensilla como al caballo del general» y si el encuentro debe comenzar a las nueve de la mañana, entonces se les convoca para las seis, una manera de «asegurar» la asistencia por parte de los diligentes organizadores.
Mucho más dañina es la tendencia contraria, la asumida por personas que, en actitud también censurable, deciden demorar su presencia en el lugar adonde han sido citadas, bajo el «justificado» pretexto de «para qué apurarnos si de todas formas la reunión no va a empezar a la hora».
Especialistas consultados aseguran que la conducta de la puntualidad es pensar en el tiempo de los demás; por tanto, nadie tiene derecho a disponer de él a su antojo ni obligar a los semejantes a hacer cambios una y otra vez en los planes, porque no han sido capaces de lograr una organización acertada.
No queda otra, entonces, que llamarse a capítulo y enfrentar entre todos tan negativo proceder con una mejor planificación e irrestricto apego a normas de comportamiento público, basadas en la seriedad, el compromiso y la deferencia en el trato hacia quienes esperan de nosotros una respuesta similar.
Tomado de Granma