por Guadalupe Yaujar Díaz
Entre las joyas del cofre patrimonial de Cuba sobresale el Cementerio Chino de La Habana, fundado en 1893 y único lugar del país que conserva el culto budista a cielo abierto.
Ese camposanto, declarado Monumento Nacional, última parada para los que terminan su vida lejos de su tierra de origen, estuvo en correspondencia con el desarrollo de la colonia china, cuando América fue destino de esta migración masiva de culíes traídos como alternativa a la falta de brazos esclavos por la abolición de la esclavitud.
Del origen de esta necrópolis se conoce que el 11 de diciembre de 1882, el primer cónsul chino en La Habana, Liu Lia Yuan, inició las gestiones oficiales para construir el primer camposanto chino, refieren los historiadores, y la Iglesia Católica se interpuso y provocó que el permiso solo se concediera otros 11 años más tarde, el 20 de mayo de 1893, para fundarse en octubre del propio año.
Construido por el arquitecto cubano Isidro A. Rivas el camposanto tuvo inicialmente una superficie inicial de nueve mil metros cuadrados, en la actualidad ocupa 8 198 metros cuadrados, divididos en cuatro cuadros irregulares que representan el cielo, la tierra, el mundo de los vivos y el de los muertos. Allí dentro vemos capillas, bóvedas, mausoleos, y demás monumentos funerarios. En el lugar solo pueden ser enterrados chinos, sus cónyuges y descendientes hasta segunda generación.
Una inhumación en esta necrópolis representa más que un simple enterramiento, pues para los chinos es muy importante la elevación de su alma al fallecer, y que su espíritu goce de buena salud. Con el fin de asegurarse de ello solicitan la siembra de plantas sobre el montículo de tierra, la cual cubrirá sus restos mortales.
Las personas eligen la especie de planta de su preferencia y la disposición de estas en la tumba, y de acuerdo con su voluntad pueden ser cortadas al cumplirse el primer año del fallecimiento.
Numerosos investigadores que estudian el tema de la muerte, vista a través de la concepción de los asiáticos, explican que al cumplirse un año de la desaparición física, los seres queridos queman incienso, encienden velas y colocan ofrendas de alimentos sobre un altar.
La mayoría de los pueblos de esa porción del mundo creen en la inmortalidad del alma y respetan el hecho de morir, al punto que practican siete períodos de luto, de siete días cada uno, indican los expertos.
Los funerales se efectúan en forma de cremaciones o entierros, en el segundo caso después de transcurrir siete años se realiza un ritual en el que los huesos serán exhumados, limpiados y vueltos a inhumar.
En el sitio pueden apreciarse muchas esculturas de leones para espantar a los malos espíritus, obeliscos con inscripciones en chino y en ciertas fechas especiales, como el Año Nuevo Chino, se queman incienso, sándalo, dinero falso y ofrendas. Se destaca, además, la escultura de San Fancon, ejemplo ineludible de la transculturación religiosa entre chinos y cubanos.
En este lugar de reposo eterno descansan -chinos destacados en las gestas independentistas, parte indeleble del patrimonio nacional en la Isla, donde sus hazañas en combate han adquirido ribetes de leyenda-, maestros, médicos y artistas, entre otros.
Desde el punto de vista arquitectónico, según investigaciones, las capillas se utilizan como osarios, organizados fundamentalmente por los apellidos y los “muritos chinos”, de los cuales se conservan pocos ejemplos, indican los entierros.
Las chapas metálicas, exclusividad de este camposanto, identificaban el nombre del difunto en chino y español, edad y, en algunos casos, la profesión. Mientras resalta a la vista el arbolado, el cual responde al equilibrio y la armonía con la naturaleza propia del pensamiento filosófico asiático; a la vez, forma parte del ritual funerario vinculado a la elevación y bienestar del espíritu y la familia.
La caligrafía china es el recurso expresivo de más fuerza, acompañado de grullas, leones, dragones, techos de teja, a dos aguas.
En las sociedades precolombinas de América y en la actualidad, la muerte es un acontecimiento muy ritualizado, lo que obligaba a ceremonias de todo tipo, acompañadas de ofrendas, alimentos y objetos de acompañamiento y regalos de mucha utilidad durante “el largo viaje que se inicia tras la muerte”.
Cada vez hay más gente interesada en acercarse a estos sitios para admirar el patrimonio material e inmaterial (lápidas que son auténticas obras de arte y otras que llevan escritas capítulos de la historia) que hay en ellos.
El Cementerio Chino de La Habana, una de las joyas del patrimonio de la Isla, merece una restauración que le preserve por lo que atesora y continúe llamando la atención de nacionales y turistas que la visitan.