Por Joaquín Borges-Triana
En Cuba existe una zona de nuestra producción musical que, al margen de que no goce de popularidad y, en consecuencia, resulte más difícil de ser comercializada, no puede obviarse en nuestro quehacer sonoro dada su calidad e importancia cultural.
Está claro que semejante clase de trabajos tienen que ser subvencionados y no pensar en ellos a partir de las reglas de mercado, aplicables a otro tipo de propuestas musicales de las que se desarrollan entre nosotros.
Vale la pena recordar que en la actualidad la música se mueve entre dos ámbitos, al ser por una parte, una expresión artística y por otra, una industria más regida por el mercado y la ley de oferta y demanda.
En mi caso, me siento inmensamente feliz cuando descubro o tengo noticias de algún proyecto (en cualquier género o estilo) de esos que, en el contexto cubano, pueden catalogarse como de altísima importancia desde el prisma del suceso artístico que representa como componente del patrimonio inmaterial de la nación.
Esa clase de propuestas sonoras, a no dudar, constituyen ejemplos de un asunto al que ya me he referido en anteriores ocasiones, o sea, lo que en la realidad concreta es conservar nuestra memoria histórica, algo acerca de lo que se habla con mucha frecuencia, pero que con tristeza no siempre es llevado a la práctica.
Tales trabajos musicales deben ser protegidos por el Estado, no por una política de paternalismo barato, sino porque los mismos dan testimonio de una obra perteneciente al patrimonio cultural de la nación.
A tono con lo expresado anteriormente, se podrá deducir lo feliz que me sentí el pasado jueves 30 de marzo al ser invitado a la función inaugural del II Encuentro Internacional Danzonero Miguel Faílde in memoriam.
Ese concierto de apertura tuvo lugar en el Parque de la Libertad, sitio ubicado en la ciudad de Matanzas, cuna del danzón desde su aparición, allá por el lejano siglo XIX. Lo que en la localidad se está haciendo en pro de que este género se mantenga vivo entre las nuevas generaciones y como parte de nuestra memoria cultural, es una acción digna de los mayores elogios.
En tal sentido, resulta fundamental la labor de la Orquesta Miguel Faílde, formación de jóvenes instrumentistas bajo la dirección de Ethiel Fernández Faílde, tataranieto del compositor de la célebre pieza Las alturas de Simpson.
Sí deseo apuntar que no me encuentro entre los que opinan que en el presente el danzón sea un género amenazado de olvido.
El argumento que he manejado para defender semejante criterio lo he expuesto en más de una ponencia en el evento que la Uneac dedica a esta manifestación musical, y donde he hablado de la proliferación de nuevas obras danzoneras en el repertorio de numerosos jazzistas cubanos, tanto de los radicados en el país como de los residentes en el extranjero.
Ello guarda relación con el hecho de que el danzón ofrece inmensas posibilidades para la improvisación, y con ello evidenciar el virtuosismo del instrumentista como ejecutante en pasajes escritos con figuraciones rápidas.
Empero, me parece loable que Ethiel y su orquesta hayan apostado por perpetuar la herencia de Miguel Faílde y recontextualizar el danzón en su tierra natal. El desempeño de los integrantes de la agrupación es, cuando menos, decoroso y hay algunos de ellos que destacan como verdaderas promesas para nuestra música.
Tal es el caso del pianista, un muchacho de apenas 20 años, pero que toca con un gusto y sabor que pareciera ser alguien de más edad.
En el concierto de apertura del II Encuentro Internacional Danzonero Miguel Faílde in memoriam, además de la aludida Orquesta Miguel Faílde, intervinieron la danzonera mexicana La Playa, el pianista Alejandro Falcón; el grupo Atenas Brass Ensemble, formación que fue una muy grata sorpresa para mí por el alto nivel de la propuesta (brillante el trompetista que hizo el solo) y la Sinfónica de Matanzas.
De esta última, tengo que decir que me resultó penoso su actual estado. Conservo en casa grabaciones de esa orquesta en los años 70, interpretando complejas obras de Federico Smith y en mi memoria guardo hermosos recuerdos de conciertos bajo la batuta de otroras directores de dicha sinfónica, como Elena Herrera y Enrique Pérez Mesa.
Sé que en la actualidad es en extremo difícil mantener estable la nómina de la formación, pues los músicos de manera constante emigran hacia Varadero u otros rumbos en aras de mejoras económicas, lo cual implica que el personal de la agrupación sea muy joven.
No obstante, hay que tener un mínimo de calidad si nos llamamos Orquesta Sinfónica y la desafinación que escuché en las cuerdas al interpretar una pieza nada difícil es preocupante.
Finalmente, mientras regresaba a La Habana desde Matanzas, pensaba en torno a si para mantener una tradición debemos reproducirla tal cual o si para lograr dicho objetivo lo conveniente es renovarla. Por lo pronto, dejo a cada lector la respuesta a esa interrogante.
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)