por Pedro de la Hoz
Cada territorio cubano está dotado de un particular estado de gracia. Pinar del Río no es menos. No hace falta ser pinareño para advertir los contornos de una geografía espiritual que se define en lo que va más allá de las vegas de Vueltabajo, los mogotes de Viñales, los pasadizos pesqueros de La Coloma, la fascinante ensenada de María la Gorda, el faro que marca el extremo más occidental de la Isla, y las vetas minerales de Matahambre.
En la memoria se lleva el peso de la campaña invasora de Antonio Maceo, el paso de Antonio Guiteras, la rebeldía de los hermanos Sergio y Luis Saíz Montes de Oca, la forja miliciana de los Malagones, la presencia del Che en la Cueva de los Portales durante la Crisis de Octubre.
Pero también, y es algo que no se puede obviar, los habitantes de la provincia no olvidan que cuando los jóvenes de la Generación del Centenario decidieron reivindicar las ideas del Apóstol mancilladas por la tiranía, el líder del movimiento, Fidel Castro, enroló en la acción moncadista a un nutrido contingente de pinareños. Artemisa y Guanajay pertenecían entonces y desde larga data a la provincia de Pinar del Río. La construcción de una identidad territorial es un proceso de decantación y ganancias y no tiene que ver con justas y pertinentes disposiciones político-administrativas.
Cirilo Villaverde, el novelista mayor cubano del siglo XIX, seguirá siendo un emblema pinareño, aunque el sitio donde nació, San Diego de Núñez, en el actual municipio de Candelaria haya pasado a ser una demarcación de la vecina provincia de Artemisa.
Además de la inagotable Cecilia Valdés, es el autor de Excursión a Vueltabajo, texto sobre el cual Antón Arrufat observó cómo Villaverde «no descansa ante el espectáculo de la naturaleza, sus sentidos están despiertos, su imaginación busca las palabras exactas para describir el paisaje y las gentes», de modo «que por primera vez en nuestra literatura se enuncia el problema de la forma, de los nombres, de la organización».
Deliciosa y precisa es su descripción de una casa guajira: «Sobre un cuadrilongo perfecto que demarcan cuatro durmientes por lo regular de yaba y en bruto, levantan ocho horcones, lo mismo que para ahorrar muescas, donde sostener las obras, buscan entre el monte aquellos palos cuya horqueta supla en todo la mano de obra y el clavo.
En pie los horcones y cruzadas las soleras, pasan a echar encima las vigas o tijeras, las varas, los cujes y cumbreras, todo lo cual sostienen y atan con bejucos, que llaman de tortuga o colorado; hasta que está al punto de recibir el guano o la cobija, para lo cual convidan a todos los vecinos, y acabada esta operación, la celebran con un lechón tostado o cosa semejante. (…) Después hay que aforrarlos, para esto se valen de las yaguas, del cuje o la tea de la palma».
Lo mismo cabría decir de la «pinareñidad» de Polo Montañez, por mucho que ahora Las Terrazas también haya pasado a formar parte de la provincia colindante. Quien se llamó a sí mismo «guajiro natural», estableció una intensa relación con los suyos, ya fueran de Guane o Bahía Honda, de San Juan o la capital. Y aunque el amor que le inspiró la canción Flor pálida surgió en San Cristóbal, localidad también ubicada en los límites artemiseños, no hay pinareña que no sienta cuando escucha: Hallé una flor un día en el camino, que apareció marchita y deshojada, ya casi pálida ahogada en un suspiro…
Pinar guarda las huellas de obras maestras y autores imprescindibles en la vida cultural cubana. ¿Quién no identifica a la ciudad capital con los danzones del maestro Jacobo González Rubalcaba –El cadete constitucional es una joya– o con las cuitas del bolero Nosotros, de Pedro Junco? ¿Quién puede dejar de impresionarse ante la enciclopédica labor científica de Tranquilino Sandalio Noda? ¿Quién no moviliza su curiosidad ante el delirante eclecticismo del palacio de Guash? ¿Quién no reverencia la memoria de Miguelito Cuní y el Niño Rivera?
Pero si de multiplicación y crecimiento se trata, hay que contar con lo que ha pasado en la provincia bajo el influjo de la política cultural de la Revolución; el despegue de artistas plásticos de primerísimo orden, con aportes sustanciales como los de Pedro Pablo Oliva, Mario García Portela, Arturo Montoto, Humberto Hernández, Eduardo Ponjuán, Ibrahim Miranda, Luis E. Camejo y Yoan e Iván Capote; un movimiento de escritores y literatura infantil encabezado por Nersys Felipe y Nelson Simón; una labor comunitaria con destacadísimos exponentes como El Patio de Pelegrín y el proyecto
Con amor y esperanza, dedicado a niños con Síndrome de Down y sus familiares; la consistente promoción del arte lírico musical por la compañía Ernesto Lecuona; el rescate de valores patrimoniales en el que resulta un paradigma el centro Argeliers León y el fomento de sólidas instituciones culturales. La trova se empina en las voces de Miriela Mijares y Yamira Díaz y para bailar se goza con varias agrupaciones de linaje sonero –Hermanos Palacios, Cumbre, Wil Campa– y proyección contemporánea, incluido el rock al estilo de Tendencia.
Señal de identidad es el Himno de Pinar del Río. De una a otra generación, hasta hoy, se aprende en las escuelas y se reproduce en las comunidades. Pinar del Río, región fecunda, donde natura / vertió sus joyas con esplendor, / cuna de sabios y de patriotas, / hecho a la prueba y abnegación.
Un par de datos curiosos. Una noche en Río de Janeiro, en el barrio Leblon, el cineasta Walter Salles, el del Diarios de motocicleta, profesó a un pinareño que cantó el Himno de Pinar del Río su admiración por saberlo portador de un signo de pertenencia no muy común en estos tiempos. A ese mismo pinareño, amigo escritor, el musicólogo Jesús Gómez Cairo y yo, en noviembre pasado, lo sustrajimos de una conversación con varios interlocutores para que escuchara, en un local de La Habana Vieja un suceso sorprendente: al célebre Plácido Domingo cantando el referido himno.
La había aprendido de una partitura atesorada por su madre y pensaba que el autor era Ernesto Lecuona. Su autora fue una maestra sanjuanera: Rosa Delgado de Pazos.
(Granma)