La Habana de Alejo

Editado por Martha Ríos
2018-12-24 14:56:51

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Carpentier cultivó con éxito, además de la narrativa, la crítica periodística cultural y el ensayo. Foto: Archivo

Por Graziella Pogolotti*

No alcanzaba Carpentier la mayoría de edad cuando el abandono del padre le impuso la necesidad de procurarse el sustento. Después de vencer muchos obstáculos, consiguió una columna dedicada a la reseña de obras maestras en La Discusión.

Más tarde, por vía de suplencia, le entregarían la sección consagrada a los espectáculos. Tenía que asistir a las funciones y, avanzada la noche, redactar sus comentarios en el solitario local del periódico, situado en la Plaza de la Catedral.

Al terminar el trabajo, regresaba caminando a la casa. En ese andar, iba descubriendo, entre las sombras de la ciudad, la singularidad de La Habana colonial.

Los objetos permanecen a nuestro alrededor hasta que la mirada del observador revela sus contornos, establece un diálogo que le permite escapar de la indiferencia y el anonimato. Por eso, mucho después de su fundación, La Habana fue redescubierta por visitantes y nativos.

Con los apuntes de los escritores costumbristas, las letras de los extensos cancioneros, las crónicas de los periodistas y las imágenes de los pintores, se fue nutriendo un imaginario. La ciudad adquirió un halo mítico.

En el andar obligado a través de la noche habanera empezó Carpentier a desentrañar las claves de la ciudad vieja. Se le iban presentando los perfiles de una arquitectura que, en un proceso de adaptación al clima, a los recursos disponibles y a las habilidades de sus artesanos, había ido configurando un diseño propio con sus vitrales coloreados para filtrar la violencia de luz solar, con sus guardavecinos y guardacantones, con el moderado barroquismo de su catedral.

Rescató las leyendas que rodeaban el Convento de Santa Clara, de donde escapó más de un siglo antes, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlín. Comprendió que las calles estrechas propiciaban una sombra protectora que proseguía en el interior de las casas con sus persianas y mamparas, razón de intercambio permanente entre el espacio público y el privado.

Carpentier afirmó alguna vez que llevaba un músico dentro. De esa pasión nació una estrecha relación de trabajo con los compositores Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla. La ley proscribía los rituales de origen africano. De vez en cuando, se producía una requisa de tambores.

A pesar de la represión latente, la percusión recorría las calles de la ciudad. Carpentier, Roldán y Caturla se involucraron en el estudio de esas expresiones de la cultura popular con el propósito de incorporarla a la música de concierto.

Por ese camino llegaron hasta Regla, al otro lado de la bahía, sitio que dejaría imantado para siempre al escritor cubano. Allí encontró fuentes para adentrarse en el mundo secreto de las creencias, entró en contacto con ejecutantes prodigiosos  y con la imaginería desplegada en los altares.

Había aprendido a mirar la ciudad. Fue detectando el singular maridaje entre lo monumental y lo cotidiano, el transcurrir sumergido de cultura popular. Percibió los pregones y el vocerío de la gente, la interconexión entre el hogar y la calle, la presencia viva de la historia, las sensaciones olfativas, el contrapunto entre la luz y la sombra.

Eran los componentes de la multiplicidad de contextos, concepto que definiría en términos teóricos mucho después, llegado ya a la edad madura.

Con esa visión renovada, el caminante franqueó los límites del casco histórico. Tropezó con el carretón de Oquendo, altorrelieve de autor anónimo situado en la calle de ese nombre. Valoró la mezcla de estilos en las columnas que sostienen los portales y en los edificios que ocupan buena parte  de la ciudad moderna.

En ese crecimiento anárquico, La Habana se emparentaba con una América Latina donde la urbanización se expandía con rapidez. Comprendió al cabo que, sobrepasados los tiempos de «la novela  de la tierra», tocaba a los escritores  abordar la compleja realidad de nuestras extensas ciudades sin estilo, de reconocer y legitimar sus valores.

Según Alejo Carpentier, La Habana era el ámbito privilegiado de lo real maravilloso, lo que significaba para él el espacio de la maravilla, condición arraigada en la presencia natural de lo insólito, de lo singular, de lo sorprendente. El escritor había nacido el 26 de diciembre de 1904.

Pasó su infancia en el entorno todavía rural de Loma de Tierra. Conoció lo más íntimo del entramado urbano. Viajó. Permaneció durante años en París y en Caracas.

Cada regreso propiciaba nuevos descubrimientos que dejaron huellas en  infinidad de artículos periodísticos, así como en su clásico ensayo La ciudad de las columnas.

También aparece de soslayo en algunas de sus novelas. Puede haber algo de La Habana en la ciudad sin nombre de Ecué- Yamba- Ó. Es el hogar de los protagonistas de El siglo de las luces. Mucho tiene todavía de aldea El camino de Santiago.

De paso hacia Europa, el indiano de Concierto barroco encuentra en Regla al que será su compañero de andanzas, descendiente de Salvador Golomón, el personaje de Espejo de paciencia.

Algo del machadato y de la construcción del Capitolio en El recurso del método. En la voz del arquitecto Enrique, La Habana ocupa buena parte de La consagración de la primavera.

La víspera del medio milenio y el aniversario del nacimiento de Alejo Carpentier nos convocan al recuento de las obras de los escritores y artistas que contribuyeron a la construcción del mito de La Habana.

*Destacada intelectual cubana

(Tomado del periódico Juventud Rebelde)



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