Por: Ciro Bianchi Ross
La Habana, 4 ene (RHC) Corría el mes de septiembre de 1932 y al doctor Carlos Manuel de la Cruz lo agobiaban los malos presagios. En los últimos tiempos solo lo contrataban para que asumiera la defensa de personas implicadas en acciones contra el gobierno de Gerardo Machado, y eso, a la larga, repercutiría en su contra.
Llevaba ya el caso de la llamada “bomba sorbetera”, artefacto explosivo que harían detonar al paso del automóvil del dictador por determinado punto de la Quinta Avenida, cuando debió asumir también la defensa de uno de los implicados en el atentado al teniente Diez Díaz, jefe del puesto militar de Artemisa, que había muerto al abrir un paquete explosivo; un paquete similar a los que recibieron el comandante Arsenio Ortiz, el llamado Chacal de Oriente, y el coronel Federico Rasco, del castillo de la Punta, que no habían explotado.
Los acusados eran los mismos en ambos procesos que se ventilaban en sendos consejos de guerra, y eran los mismos los abogados defensores pues en uno y otro caso De la Cruz compartía el estrado con Ricardo Dolz, Pedro Cué y Gonzalo Freyre de Andrade.
Precisamente desde Artemisa regresaba a su bufete Carlos Manuel de la Cruz. Antes de llegar a su oficina, situada en La Habana Vieja, hizo detener el vehículo en que viajaba y compró un periódico. La edición del día de Heraldo de Cuba, vocero del gobierno, daba cuenta del atentado a Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado y rector del Partido Liberal, ultimado a balazos por un comando revolucionario en el Gran Bulevar del Country Club (hoy Avenida 146) mientras se dirigía a su casa en el propio reparto.
El diario daba cuenta además de que, a manos de desconocidos, habían muerto Ricardo Dolz, el representante a la Cámara Miguel Ángel Aguiar, los hermanos Gonzalo, Guillermo y Leopoldo Freyre de Andrade y… En este punto, presa de ofuscación, el doctor Carlos Manuel de la Cruz interrumpió la lectura y volvió sobre el comienzo del párrafo. O estaba mal redactado o había algo en la escritura que él no entendía. Releyó con manos temblorosas lo escrito y se percató de golpe de lo que le vendría encima porque entre las personas muertas a las que aludía el periódico aparecía su nombre. El hecho de estar fuera de La Habana, en Artemisa, lo había salvado.
De la Cruz entró en su bufete, en la calle O’Reilly, y sin perder tiempo se comunicó con Ricardo Dolz, que acababa de enterarse de que el periódico del gobierno lo daba por muerto. No más colgó, sonó el teléfono en el despacho del abogado. Era su esposa para prevenirlo. Frente a la casa, hombres sospechosos y mal encarados aguardaban su llegaba. El letrado decidió no esperar. Salió por el fondo del edificio y no paró hasta la embajada uruguaya, en el departamento 245 de la Manzana de Gómez. Dolz haría lo mismo y hallaba refugio en la embajada de Brasil, situada entonces en 17 y A, en el Vedado.
Los avisos pasaban de teléfono a teléfono y de boca en boca. Pedro Cué llamó a la casa del comunista Juan Marinello. Estaba también en la lista. En ella figuraba Mayito García Menocal, hijo del expresidente, que sería eliminado “para escarmentar a su padre”. A la casa de la escritora René Méndez Capote llegaba Joaquín Llaverías, capitán del Ejército Libertador y director del Archivo Nacional. Llevaba un recado personal del general Alberto Herrera, jefe del Ejército. Le decía que tratara de sacar del país inmediatamente a su hermano Eugenio porque sería asesinado, acto que él, Herrera, no podría impedir pese a su alto cargo militar.
Sobre las 2:30 de la tarde de aquel 27 de septiembre de 1932 sonó el timbre de la puerta de la casa número 13 de la calle B, casi esquina a Calzada, en el Vedado, residencia de los Freyre de Andrade. El criado atendió y los recién llegados preguntaron si los señores estaban en casa. Ante la respuesta afirmativa, empujaron al sirviente y lo inutilizaron. Ultimaron a los tres hermanos en el piso superior. De ellos, solo Gonzalo estaba comprometido con la oposición, pero con macabra eficiencia los asesinaron a todos para asegurarse de que eliminaban al que buscaban.
A las tres de la tarde tocaba el turno al doctor Aguiar en su casa de 19 esquina a 10, también en el Vedado. Varios hombres llamaron desde el jardín de la vivienda y el parlamentario de tendencia menocalista, avisado por un empleado acudió al portal. Le hablaron los asesinos y Aguiar, que era algo sordo, se inclinó hacia delante para escucharlos mejor. Lo acribillaron a balazos.
Consumado el crimen, los asesinos volvieron a abordar el auto descapotable en que viajaban y dieron varias vueltas a la manzana. Llevaban en las manos las pistolas humeantes, los sombreros echados para atrás y la sonrisa insultante en los rostros repulsivos. Los vecinos los vieron pasar espantados ante tanta desfachatez. Soplaba sobre La Habana un huracán de sangre. (Fuente: Cubadebate)