Por Ciro Bianchi
¿Sabía usted que en Trinidad muchas familias, ante el advenimiento del primogénito, piden prestada la estatuilla de El niño perdido para, con luces y oraciones, mantenerla durante varios días cerca de la cuna del recién nacido?
Es una efigie enigmática, de color caoba y apenas cinco centímetros de largo. Semeja a un infante que duerme y desde su aparición se le tiene como milagrosa.
Durante mucho tiempo se le mantuvo en una cuna de plata hasta que un hábil joyero le confeccionó otra de oro, que todavía conserva. Ese artífice se empeñó en saber de qué material estaba hecha y raspó la figura en una axila. Pagó con la ceguera su irreverencia.
La imagen apareció en Trinidad en los primeros años del siglo XIX. La ciudad se transformaba entonces gracias al alza de los precios del azúcar, rubro importante de la economía trinitaria, y los Borrell, los Bécquer, los Iznaga… rivalizaban entre sí a fin de dejar en claro quién de ellos era el más poderoso y rico.
Se construían palacios y casas solariegas. Las calles empezaron a ser de piedras y se cubrían las aceras con losas de Bremen. Los sectores de menos recursos, favorecidos de alguna manera con el auge azucarero, tampoco querían quedarse atrás y remozaban sus viviendas.
Del barro pasaban al mampuesto y el techo de tejas sustituía a la cobija de guano. Fue en una humilde casa del barrio de La Cantoja donde apareció el ícono.
El viejo José María Cañón se empeñó en restaurar su morada y, mientras rompían una roca enorme para nivelar los pisos, saltó del interior de la piedra la diminuta figura.
—¡Es un niño Jesús! —exclamó Cleto Gascón, un mestizo de unos siete años de edad, y se apoderó de ella, pero sus compañeritos de juego, que también seguían el quehacer de los albañiles, se empeñaron en arrebatársela.
Cleto se defendió todo lo que pudo y cuando comprendió que perdería su tesoro, lo arrojó a la manigua cercana, donde lo buscó y encontró al día siguiente.
Pronto la noticia se extendió por la localidad y la vecinería empezó a visitar la casa de Cleto, ansiosa de ver la pieza y escuchar el relato del hallazgo.
La gente le atribuyó poderes milagrosos y la bautizó con el nombre por el que se le conoce. En esa casa estuvo hasta que, en 1813, el padre Valencia, fraile franciscano muy querido y respetado en la comunidad por sus obras caritativas, la pidió para que se le venerara en el templo de San Francisco y la bendijo, pero la devolvió a sus propietarios cuando, al cabo de dos años, supo que sería trasladado a Camagüey.
Desde entonces, El niño perdido se ha mantenido bajo la custodia de los descendientes de Cleto. Y viajó a España, con doña Asunción González Llorente de Torrado, para que le confeccionaran la cuna de oro.
Cristina Gascón lo cuidó hasta su fallecimiento y lo hizo también su hija Josefina hasta que pasó a manos de Esther, que en la actualidad guarda la estatuilla junto con los ricos obsequios que ha recibido en agradecimiento a sus bondades.
De amor y muerte
Esa y otras historias están ahora al alcance del lector gracias a las crónicas que Manuel Lagunilla Martínez recogió en su libro Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas, publicado hace ya algún tiempo por la editorial Luminaria, de Sancti Spíritus.
Un volumen de apenas cien páginas con relatos de amor, celos, muerte, venganzas, odios… que perviven en el imaginario colectivo de esa villa, una de las primeras que fundaron los españoles en la Isla, y forman parte de su encanto.
El autor quiso que, a partir de su libro, el visitante se acerque a Trinidad también por el costado de sus tradiciones. Que al doblar por el callejón de Galdós imagine el cuerpo inerte del marqués de Guáimaro acribillado a perdigonazos por un esclavo pagado por su esposa.
Que vea esfumarse al pícaro bandido Caniquí ante las mismas narices de sus perseguidores. Que escuche los dulces lamentos de una mujer condenada por su esposo al encierro eterno en el penúltimo piso de la torre de Manaca-Iznaga.
Cuánto de realidad y ficción hay en esas historias es algo que no debe preocuparnos. Las leyendas son relatos desfigurados por la tradición que tienen siempre un fondo de verdad.
Alguien las escribe en un momento dado, pero antes recorrieron ya, de boca en boca, un largo camino de fantasías y distorsiones. Se impone entonces seguir dándoles vueltas, añadiéndoles nuevos anillos para que mantengan la vida de su fulguración.
Sucede así con la historia de Ma Dolores que Lagunilla inserta en su libro. Frente ya al pelotón de fusilamiento, los ángeles la rescataron de la muerte. O con la de la mujer aquejada de demencia senil, que volvió a sus cabales después de resucitar. Hernán Cortés fue el primer pirata que asoló el Caribe, asegura el escritor y hay que creérselo.
Cortés, ya se sabe, fue el fiero sometedor de los aztecas. Pasó por Trinidad antes de iniciar su misión, y allí, con su estandarte negro bien clavado en el centro de la Plaza Mayor, ordenó pregonar su llegada y anunciar el propósito de conquistar la Costa Firme.
Prometió grandes riquezas a quienes lo acompañaran y compró caballos y puercos y tocino y casabe para la aventura.
En eso estaba cuando se enteró de que cerca de las costas trinitarias pasaba un navío cargado de víveres y ordenó que una carabela bien armada lo persiguiera y abordara.
Llevaba la embarcación, en efecto, 4 000 arrobas de pan, 1 500 tocinos y muchas gallinas, de los que Cortés se apropió para iniciar así la piratería en estas aguas.
Palacio que no es
Dice Lagunilla que el más bello palacio que hubo en Trinidad fue el del norteamericano John William Baker Smith que allí, y ya como súbdito español, pasó a llamarse Juan Guillermo Bécquer Smith. Un naufragio lo había empujado hacia las costas de la región y en la ciudad se hizo rico gracias a sus habilidades como comerciante y a la trata negrera.
Fue entonces que, en medio de la fiebre constructiva que propició el auge de los precios del azúcar, se dio a la tarea de construir, para vivirla, una fabulosa morada, la más lujosa de la Isla en su tiempo. Un palacio de dos plantas con balcón corrido e incrustaciones de oro y marfil en las paredes interiores.
Las escaleras, que parecían suspendidas en el aire, llevaban a una hermosa torre con el mirador coronado por una cúpula.
Bien pronto comenzaron los comentarios. Las familias más antiguas y pudientes no perdonaban el boato del nuevo rico. Y Pedro Iznaga Borrell comentó que Bécquer no tenía suficiente dinero para terminar su obra.
Un palacio por otra parte, añadía Iznaga, en cuya edificación se estaban empleando materiales tan baratos que no perduraría en el tiempo.
Enterado de lo que se decía, Bécquer quiso demostrar que sí tenía y ordenó levantar los pisos de mármol y sustituirlos por monedas de oro y plata en raras y caprichosas combinaciones. Las autoridades locales vieron en el gesto una ofensa al rey y a la Corona española y no se lo permitieron.
El norteamericano se vio obligado a mandar a retirar las que ya habían sido colocadas. Hubo entonces un nuevo comentario de Iznaga: Al yanqui se le acabaron las monedas. Se empeñó en usarlas y no pasó de la puerta. Al tanto otra vez de lo que se decía, Bécquer volvió a mandar a poner las monedas.
Si antes le impidieron colocarlas de cara porque se pisotearía la imagen del monarca, las situaría ahora de canto. Tampoco pudo hacerlo. Pero Iznaga, en parte, tenía razón.
Por una causa u otra aquel palacio no perduró y de aquella mansión fastuosa solo se ve ahora, en la calle Real del Jigüe, cerca de la Plaza Mayor, una verja y una gran ventana.
Estrenada por un muerto
Tampoco tendría suerte con su casa colosal don José Mariano Borrell y Padrón. La planeó en 1827 y tres años después la tuvo lista para vivirla. Era, dice Lagunilla en su libro, de sólidos muros, largos guardapolvos y elevado puntal. Cuatro ventanales y una puerta de caoba enorme se abrían en la fachada principal.
Zaguán para la entrada de los coches y la servidumbre. Espaciosas la sala y la saleta. En el centro del patio, una bellísima fuente de hierro, con dos tazas concéntricas, coronada por un cisne. La decoración más refinada y exquisita. Todo el espacio lucía claro, lleno de luz y aire, para rematar la sensación de esplendor y comodidad.
Llegó así el día de la apertura de la mansión. Don José Mariano esperaba a sus invitados, la flor y nata de la ciudad, cuando, en un decir amén, el cielo se puso negro en un presagio de tormenta. Y entre rayos y truenos comenzó a llover como nunca antes había llovido.
A esa hora un cortejo fúnebre que venía desde el barrio de Jibabuco pasaba frente al palacio. Como el agua impedía continuar la marcha, los concurrentes, para pasar la tempestad, buscaron refugio en la casona y colocaron el ataúd en medio de la sala. Aquello a don José Mariano le pareció de mal agüero.
—¡Yo no vivo en una casa que ha estrenado un muerto! —dijo y ordenó cerrarla y ponerla en venta.
Y fue de tan mal agüero que murió poco después y su palacio permaneció deshabitado durante 11 largos años hasta que, en 1841, su heredero, José Mariano Borrell y Lemus Padrón de la Cruz Jiménez, marqués de Guáimaro, pudo venderlo.
Pero antes, mucho antes, en 1801, habían pasado por Trinidad el barón de Humboldt y su inseparable amigo y colaborador, el botánico francés Bonpland.
Fue aquella una visita científica. Los dos sabios observaron y anotaron en sus libretas todo lo que les pareció de interés acerca de la flora, los insectos, los caracoles, el suelo. Midieron la latitud y longitud de Trinidad, calcularon la altura de la loma de La Popa y reconocieron la caliza negra de las sierras trinitarias. La visita fue todo un acontecimiento.
Portaban un pasaporte expedido por el propio Carlos IV, rey de España, y una carta de recomendación del marqués de Someruelos, capitán general de la Isla.
Días después llegaba a La Habana el Alcalde de Trinidad y fue a presentar sus respetos a Someruelos. El Gobernador, hombre culto y refinado, se interesó por conocer los detalles de la estancia trinitaria de los europeos. Respondió el Alcalde:
—El Barón y su amigo fueron recibidos con todo género de cortesías y atenciones, de acuerdo con su recomendación, Excelencia, pero no eran tan sabios como dicen… Nada. Es cierto aquello de cría fama y acuéstate a dormir.
Perplejo, Someruelos exclamó con voz airada:
—¡Explíquese usted!
—Mire, Excelencia, los señores se pasaron todo el tiempo mirando el cielo y recogiendo caracoles…
Ahorraremos al lector la respuesta de Someruelos. O que la busque en el libro Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas, de Manuel Lagunilla Martínez, cuya lectura nos place recomendar.
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)