Por Martha Ríos
Era 29 de abril de 1905 en La Habana. Los músicos lloraron, y el pueblo oró por la paz eterna del patriota íntegro que partía sin retorno a los 57 años de edad.
La ciudad que lo vio nacer despedía así al pianista, compositor y director de orquesta, Ignacio Cervantes, tenido como virtuoso en las principales plazas culturales del mundo.
Entonces, de boca en boca corrieron las anécdotas de su vida marcada por el talento, la modestia, el amor a la familia y a la libertad de Cuba.
Siendo muy niño estudió las primeras lecciones de música con su padre, y luego con Nicolás Ruiz Espadero, el pianista más famoso de la nación caribeña, en esa época.
Él lo hacía repasar, con solo cinco años de edad, lo más notable del repertorio de Clementi, Bach, Mozart, Beethoven, Liszt y Chopin, y lo hacía muy bien.
En 1865, a los 18 años, Cervantes ingresó en el Conservatorio Imperial de París, donde obtuvo el primer premio extraordinario de piano. Dos años después, el de armonía; y en 1868 el de contrapunto y fuga.
En los tiempos que sucedieron, de lucha en Cuba contra el dominio colonial español y la abolición de la esclavitud, lo que el joven músico recaudaba en sus conciertos habaneros, lo enviaba casi todo al Ejército Libertador, motivo por el cual las autoridades de la Metrópoli en la isla, lo deportaron.
Marchó a Nueva York, luego regresó a Cuba en el período entreguerras (1878-1895), y en los inicios de los 90 volvió a la urbe estadounidense donde conoció a José Martí.
Corría el año 1892. Junto al violinista Rafael Díaz Albertini actuó para los emigrados cubanos en Cayo Hueso, al sur de la Florida. A propósito, el Apóstol de nuestra independencia, escribió en el periódico Patria:
“De pie recibieron los tabaqueros cubanos del Cayo a los músicos. Fue como una ola que iba a deshacerse complacida en el pedestal de aquellos dos grandes virtuosos del arte. El arte es trabajo. Trabajo es arte. Los trabajadores se aman. No tiene qué temer un pueblo que junta sus diversos oficios”.
Cuentan de Ignacio Cervantes que ensayando un día en su casa de La Habana, paralizó el tránsito porque todo el que pasaba quería escucharlo.
Llenaba los teatros, dentro y fuera de su terruño, y el público lo ovacionaba.
En Nueva York se le consideraba el mejor intérprete de la música de Chopin. La prensa especializada lo calificó de `pianista admirable´.
A él se deben entre otras obras, sinfonías, zarzuelas, una ópera, valses, mazurcas y sus famosas danzas, impregnadas de auténtica cubanía. Aun así, prefería que no le llamaran Maestro.
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