Por: Ciro Bianchi Ross
Es ya de noche en La Habana colonial cuando cuatro amigos –negro uno de ellos- entran, después de un concierto, a refrescar a un café. El dependiente toma el pedido de los blancos y cuando el otro se dispone a ordenar, le da esta respuesta insolente: —Yo no sirvo a negros, sino a caballeros. El aludido apenas puede reprimir la ira. Se incorpora de golpe, señala, altanero, la condecoración que luce en la solapa izquierda del frac y dice: —Pues yo soy Caballero de la Legión de Honor francesa y no hay en este salón quien pueda decir lo mismo.
Es Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, “el rey de las octavas”, el violinista excepcional que tiene ya los oídos acostumbrados al aplauso, cosecha fama y dinero en Europa y América, y que a lo largo de su vida sumará a la condecoración de Francia las que le otorgaron los reyes de España e Italia, Austria y Portugal. El emperador de Alemania, sin ir más lejos, le concede los títulos de Caballero de Brindis y Barón de Salas. Habla seis o siete idiomas y se presenta en escena con un Stradivarius auténtico. Alterna con Bartolomé Mitre en Argentina, y con el general Porfirio Díaz, en México, y es profesor de música de la familia del monarca alemán.
Pero este hombre que vive la existencia a plenitud morirá en Buenos Aires en la mayor miseria y el más cruel olvido. Cuando ya agonizante lo desnudan en un hospital de la asistencia pública, le encuentran el pasaporte alemán y el recibo de la casa de empeños en la que por diez pesos dejó su Stradivarius que había costado 100 000. La era del virtuosismo quedaba atrás en la música; la tuberculosis minaba los pulmones del violinista y devastaba su cuerpo, y aquel “negro atorrante”, como alguien lo llamó, de “hermosa y simpática figura”, no era más que un guiñapo.
Nació en La Habana el 4 de agosto de 1852. Tenía ocho años de edad cuando dio a conocer su primera composición, y once cuando ofreció su primer concierto. En 1869 matriculó en el Conservatorio de París. Egresado de esa casa de estudios, comienza una vida artística intensa. Arrebata en Italia. Los alemanes se sienten tocados por su arte inimitable. El famoso Paderewsky lo acompaña durante sus presentaciones en Polonia. Se hace aplaudir en Rusia y en Inglaterra, y también en toda América Central y Venezuela. Regresa a Cuba y se anota, en el teatro Payret, un éxito clamoroso.
La crítica lo halaga en todas partes y en todas partes el artista lleva al público a un clima de delirio. Brindis de Salas sorprende con sus grandes golpes de arco, sus facultades fenomenales, la fantasía brillante y un repertorio erizado de escollos que sabe siempre vencer. Bien pronto comienzan a llamarle “el Paganini negro”. Existe, dicen los especialistas, una similitud diabólica en el virtuosismo de ambos ejecutantes.
De La Habana se va a México, y de ahí, a Europa otra vez. Está en Barcelona cuando alguien lo invita a Buenos Aires. Trata allí de conseguir un contrato digno de su fama y solo logra, de momento, que un empresario le ofrezca cien pesos por concierto. -¿Cien pesos? ¡Eso es lo que doy yo de propina! –responde Brindis.
Bien pronto consigue lo que se propone y tiene amores con una argentina apasionada. Luego, en Berlín, se casa con una dama de la aristocracia alemana, y de esta unión nacen tres hijos. Pero a la larga la esposa no puede soportar a aquel artista “excéntrico y andariego” que a veces derrocha su arte en cafetines de barrio ante un público de marineros borrachos.
En 1895 está una vez más en Cuba. Volverá en 1900 y en 1901. La música avanza por nuevos derroteros y el arte de Brindis va en descenso y su genio declina. De aquí para allá, en América y en Europa, pasa diez años en la oscuridad hasta que, enfermo y pobre, decide retornar a la Argentina de sus grandes triunfos. ¿A qué? Nadie lo sabe con certeza. Tal vez para reencontrarse con aquella mujer apasionada de antaño o para evocar mejor los días de esplendor que quedaron atrás para siempre. Ahora sus amigos están muertos y nadie lo acoge; vaga por las calles y nadie lo reconoce. En el hospital, se niega a identificarse. Cuando, por el pasaporte, se sabe su nombre, la noticia corre por toda la ciudad. Los médicos le atienden con esmero, pero el esfuerzo resulta inútil.
En la madrugada del 2 de junio de 1911, sin pronunciar palabra ni exhalar una queja, fallece Brindis de Salas. La funeraria rehúsa cobrar el servicio de primera clase que presta al gran músico y sus restos, cubiertos con la bandera cubana y acompañados por el reducido número de compatriotas que radica en Buenos Aires, son conducidos al Cementerio del Oeste. En 1930 sus cenizas llegan a La Habana.
(Tomado de Cubadebate)