Esta Marquesa no llevó en sus venas ni una gota de sangre azul, pero fue más “real” que muchas altezas reales. Su nombre verdadero era Isabel Veitia, pero ella prefería que la llamaran Marquesa.
Contemporánea con el Caballero de París, se paseaba por el Parque Central de La Habana donde atraía a los curiosos y los turistas con picardía, humor y cuentos de doble sentido. Por un billetico se dejaba fotografiar, no sin antes identificarse como La Marquesa.
Persona de poca estatura, de tez negra, que vestía con suma extravagancia para llamar la atención.
Usaba un pequeño sombrero con un velito de tul que cubría parte de su cara. Se engalanaba con aretes, anillos, brazaletes y collares de fantasía barata . Colgaba de sus brazos una carterita negra de charol y calzaba unos brillantes zapatos de color dorado.
Su ritual de todos los días comenzaba por las oficinas de Godoy-Zayán, el de los seguros y banca, donde le daban dinero en efectivo para que trajera para todos los empleados el café con leche y el pan con mantequilla.
Con el tiempo comenzó a frecuentar los aires libres del Prado, frente al Capitolio, el café Inglaterra y otros lugares al que acudían personas de mayor fortuna y allí la Marquesa no pedía “peseticas” sino billetes porque el sonar de las monedas hería sus delicados oídos.
En la noche, proseguía repartiendo saludos por las mesas de varios restaurantes como el Carmelo de la calle Calzada, El Jardín, y El Potin, donde cerraba su exitoso periplo.
Sólo una broma tonta de mal gusto, sazonada con la proverbial picardía que ella desparramaba, hacía reír a los desprevenidos caminantes, mientras ella abría la bolsa y decía con gracia, “¡Billetes, sólo billetes. Yo soy una Marquesa! Mi condición no me permite aceptar monedas”, decía con gracia Isabel Veitía.
En una entrevista que le hizo Alberto Arredondo, de Bohemia, en 1949 enfatizó:
Unos pocos no quieren creer que siendo yo una mujer negra, pueda ser marquesa. En primer lugar, no soy negra, sino de un color oscuro subido, que quizás me haya sido otorgado cuando era niña y me exhibían al sol de este trópico tan castigador. Y, en segundo lugar, la nobleza de la sangre, nunca, que yo sepa, ha estado en el color de la piel. Desde pequeña yo era una aristócrata. La realeza la traía en mis propias carnes.
Y cuando en la escuela golpeaba a una compañera, o cuando en la calle le disparaba una pedrada a un vendedor de churros, lo hacía para cumplir mis derechos contra los vasallos y los vulgares del Reino.
Míreme… yo todavía tengo encantos –le insinuó a Arredondo tras tomarse un café bien fuerte. Mi ropa es siempre a la francesa. Yo misma me la hago. Mis sombreros son creaciones de La Duquesa, una negrita de Puentes Grandes que es una `leona´ haciendo filigranas en mi cabeza.
Y cuando quiero, cuando me agrada un macho, yo sé comportarme como una `garzona` irresistible. Atleta de circo me tuve que volver una noche, corriendo por cuatro azoteas, para huirle a un pardo de La Víbora con sangre verde limón. Más adelante, tuve que hacerle caso a Andrés Linz. Estamos distanciados, de todas formas, él sigue siendo mi marido oficial. Es el Señor Conde.
Sobre sus altercados en los centros nocturnos habaneros le confesó a Arredondo:
“Hay mandamás de cafés y bares que me amenazan y hasta me arrojan de allí. Por eso también me han llevado a la Estación de Policía varias veces. En el Toledo no me dejan entrar. Hay un tal Antonio que ya reservó una parcela para mí en el cementerio. Lo mismo me dijo un español del Vista Alegre. Ya ve, soy una mujer feliz. Ya tengo dos parcelas en Colón. Nada, que hasta me entran ganas de morirme…”.
Al parecer, Isabel Veitía cae víctima de la demencia cuando arriba a la madurez y se dedica a pedir limosnas hasta mucho después de 1959, que según ella, eran obligadas, porque “los pueblos donde hay reyes le pagan a la nobleza una pensión”.
La Marquesa aseguraba a sus amigos que sus parientes, por parte de madre, fueron reyes en África antes de ser esclavizados en Cuba, y que su padre, del tamaño de un poste eléctrico, y con el sabor de la raspadura, había vivido en Francia como sirviente de una familia aristocrática criolla.
En realidad, esta mujer, llena de “alcurnia y abolengo” y con un lenguaje “afrancesado”, nació en la calle San Salvador número 8, perteneciente al actual municipio capitalino del Cerro, y más tarde, se radicó en San José, en una vivienda bastante huérfana de lujos y comodidades y con un vecindario alejado del París de sus calenturas cerebrales.
Cuentan que de niña la pusieron a trabajar en una fábrica de fósforos, donde le incendió el moño a una compañera de trabajo, y luego, le prendió fuego a un diminuto depósito de petróleo y provocó unas carreras similares a las de Napoleón en Waterloo.
Sobre sus ocupaciones posteriores hay dos versiones: Derubín Jácome atestiguó en la página digital Cuba en la Memoria que ella fue la insustituible repostera de la señora María Luisa Gómez-Mena, Condesa de Revilla de Camargo, a quien nunca le preocuparon sus ojos desamparados y modales cortesanos. Sin embargo, La Marquesa juró más de una vez en público haber sido durante años la doméstica de una encopetada dama francesa, esposa de un diplomático con residencia en La Habana.
Derubín Jácome asevera que en su vejez La Marquesa se hizo cargo de su esposo, inválido y el hijo enfermo. En consecuencia, explotaba en pataleos y chillidos cuando los funcionarios del Estado le ofrecían los beneficios del asilo.
La Marquesa siempre vivió en un paraíso imaginario de emociones, anécdotas, frases y símbolos… (Tomado de Varios sitios)