El indio bravo

Editado por Lorena Viñas Rodríguez
2019-12-27 07:57:50

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Foto: Cubadebate.

Por: Ciro Bianchi Ross

La Habana, 27 dic (RHC) Cuando se habla de bandoleros famosos en Cuba, vienen a la mente, de golpe, los nombres de Manuel García y de Arroyito, pero casi nadie recuerda a El Indio Bravo que sembró el terror en la jurisdicción de Puerto Príncipe (Camagüey) a comienzos del siglo XIX.

Nunca llegó saberse cómo se llamaba en verdad. Los que lo vieron aludían a su corpulencia, su fuerza descomunal, su crueldad primitiva. Se dice que montaba al pelo un caballo negro enorme y que, aunque iba armado de trabuco, machete y cuchillo, era, sobre todo, diestro en el manejo del arco y de la flecha y dejaba a su paso una estela de vacas a las que había arrancado la lengua.

El Indio Bravo fue un bandolero singular. No era un simple ladrón de fincas o un salteador de caminos. Tampoco hay constancia de que descendiera en verdad de los primitivos habitantes de la Isla.

Si sacrificaba aquellas bestias es porque la lengua asada era su alimento preferido y cuando recurrió a los secuestros fue siempre para exigir comida a cambio. Pero en aquella ciudad pequeña que era el Camagüey de entonces pronto los rumores subieron de tono y de boca en boca El Indio Bravo se vio convertido en un caníbal que se robaba a los niños para alimentarse con ellos o simplemente para arrancarles el corazón y beber de su sangre.

Cundió el pánico, y así, muchos que en corrillos y tertulias presumían de valientes no se sentían ya seguros para recorrer el camino hasta sus fincas. En la ciudad, las mujeres recogían a los niños antes del oscurecer, y las trancas y los pestillos parecían pocos para protegerse del fantasmal bandolero. Comenzaron a decaer las visitas y fiestas y aun los festejos del San Juan se suspendían pues no estaba el ánimo para diversiones.

Camagüey comenzaba a desperezarse entonces del largo letargo de los casi dos siglos transcurridos desde su fundación. Contaba la villa con unos 13 000 habitantes, la tercera parte de la población total de la comarca.

Se construían allí iglesias y puentes y su economía prosperaba gracias al comercio creciente con La Habana. Pero la instrucción pública, como es de suponer, se hallaba en estado crítico, escaseaban las escuelas primarias, muchos hombres que alardeaban de su linaje ilustre ni siquiera sabían firmar y había casas opulentas en las que nunca entró un libro.

Es explicable entonces que los rumores se propalaran con mucha facilidad y se les dieran más crédito a medida que fuesen más absurdos. Por otra parte, se hacía habitual que la atmósfera cerrada y extremadamente represiva de la colonia provocara hechos brutales.

Una época en la que los bandos políticos dirimían sus diferencias a tiros y a cuchilladas en plena vía pública, se sometía a los esclavos a suplicios espantosos y en la que el ahorcamiento en la Plaza de Armas de un condenado a muerte era motivo de diversión. En resumen, el Indio Bravo no era lo más feroz de esos tiempos, pero sobre él recaía por entonces toda la atención.

Siguió la vida su monótono transcurrir. En 1801, cuando el bandolero llevaba en lo suyo alrededor de un año, el ayuntamiento principeño prometió recompensar al que lo capturara con 500 pesos, suma elevadísima para la época.

Nada se consiguió, sin embargo. No se le atrapó entonces ni tampoco en los años subsiguientes. Llegó así el de 1804 y el Cabildo aprobó un plan para la captura del Indio. A partir de ahí se inició la cuenta regresiva para el Indio Bravo.

Más que el ofrecimiento de la jugosa recompensa, que el ayuntamiento mantenía en pie, fue el secuestro del niño José María Álvarez González, hijo de un vecino principal de la villa, lo que apresuró y concentró las acciones de su búsqueda y captura. Muchos principiemos se sumaron a ellas con el fin de evitar, decían, que el tierno infante fuese devorado por el malhechor.

El 11 de junio de 1804 le llegó la mala hora al indio Bravo. Dos vecinos de la finca Cabeza de Vaca, lo capturaron y ajusticiaron. Se ha dicho que fue un esclavo quien en realidad dio muerte al delincuente, pero que por su condición de esclavo no tuvo parte en la recompensa pecuniaria. La injusticia quedó intacta.

Al filo de la media noche de ese día el Indio Bravo entró por última vez a Camagüey. En la Plaza de Armas se expuso su cadáver a la curiosidad y al escarnio. Pese a lo intempestivo de la hora las iglesias echaron sus campanas al vuelo y los templos se abarrotaron de fieles que agradecían haber sido librados de aquel azote real, pero que en buena parte inventaron. Al día siguiente el pueblo se lanzó a la calle lleno de alegría para celebrar el San Juan tradicional con júbilo desconocido hasta entonces.

Pasó el tiempo. El Indio Bravo no cayó en el olvido. Su condición de rebelde solitario se asoció, 90 años después de su muerte, con el enfrentamiento de los camagüeyanos al colonialismo español.

En 1893 un periódico independentista que circulaba clandestinamente llevó su nombre, como si el Indio Bravo quisiera vengarse de una vez por todas de sus matadores. (Fuente: Cubadebate)



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