Por: Antonio Rodríguez Salvador (Cubasí)
La Habana, 6 jun.- Yo creo que todos coincidimos en la necesidad de incrementar la producción alimentaria en Cuba. Es de conocimiento público que el país gasta cuantiosos recursos en importar alimentos, y que buena parte de ellos pudieran producirse aquí. Con frecuencia el presidente Miguel Díaz-Canel ha expresado que más de dos mil millones de dólares se destinan a la importación de alimentos, y existen renglones en los que el país puede ser más sostenible y menos dependiente, como es el caso del café, arroz, piensos y granos, fundamentalmente el frijol.
En lo que no coincido es en determinados enfoques simplistas —no voy a decir que siempre malintencionados— que provienen de académicos o entusiastas académicos, quienes, en vez de enfocarse en realizar estudios y propuestas aportadoras a un fenómeno sumamente complejo, parecen más ocupados en mostrar como culpable del paulatino abandono del campo, a la política de una Revolución que, como se sabe, fue quien dignificó al campesino, entregándole las tierras.
Como nací y me crie en medio de una vasta sitiería, les diré por qué aquellos lugares fueron abandonados. Resulta que, a la par de realizar la Reforma Agraria, la Revolución también dio la posibilidad de estudiar a aquellos guajiritos, compañeros míos de la infancia. Cuando nací, en el año 59, todas aquellas casas de kilómetros a la redonda eran más o menos iguales: de guano, yagua y tablas de palma; piso de tierra, fogón de leña, sin luz eléctrica ni letrina sanitaria. El hospital más cercano a 40 kilómetros; la gente moría de enfermedades curables.
No estoy haciendo política, sino contextualizando para hablar de economía: porque economía no es cuatro números salidos de un lápiz, sino el valor que genera una fuerza de trabajo ¿Y qué pasó con esa fuerza de trabajo que había en mis campos? Bueno, que los hijos de los Lorenzo, los Palacios, los García, los Ramírez, los Martín… se hicieron, maestros, médicos, ingenieros, licenciados, oficiales, y hasta peloteros, y se fueron a vivir a las ciudades.
A lo mejor usted dirá, eso es un daño tremendo a la economía, y yo le respondo que seguramente lo supone porque nunca se vio con un dolor de muelas perro a las 12 de la noche, y el único remedio era buches de agua con sal. O un dolor de oídos que dan ganas de arrancarse la cabeza, y esa hora soplarle humo de tabaco como analgésico.
Aquellos lugares estaban llenos de gentes analfabetas, pero no de tontos, y lo normal era que mandasen a sus hijos a estudiar para no sufrir lo que ellos sufrieron. ¿O acaso debería haberlos obligado a seguir incultos, presos de aquellos campos? Así, un día, la fuerza de trabajo se agotó en esos lugares. Los viejos ya no podían doblar la espalda en el surco, y se fueron tras los hijos a vivir al pueblo.
Ahora tenemos una realidad: no aparece gente dispuesta a vivir diez kilómetros monte adentro, a merced de mosquitos y jejenes, sin electricidad, agua servida, caminos y las comodidades de la ciudad. De lo que se trata, entonces, es de maximizar nuestra capacidad de pensar, dirigiéndola a lo que de verdad aporte.
Se precisan estudios realistas, que tengan como base la sostenibilidad en un país donde contamos con potencial científico, pero no abundan los recursos financieros. No es uno ni dos factores los que inciden; el enfoque debe ser multifactorial; por tanto, dar opiniones simplistas estorba mucho y nada ayuda.
¿Cómo hacer para estimular el regreso de la fuerza de trabajo a esas tierras alejadas de los centros urbanos y que es necesario explotar? ¿Qué acciones realistas deben emprenderse, dadas las limitaciones de recurso del país? ¿Cómo optimizar nuestro sistema de distribución de alimentos? ¿Cuáles son las más mejores tierras para el cultivo de determinados productos agrícolas? ¿Qué experiencias han dado excelentes resultados en determinadas cooperativas, y es necesario extenderlas al resto? En fin, la lista de interrogantes es mucho más larga, y sus respuestas no pueden ser más cortas que los currículos de muchos que sobre el tema opinan por ahí.