Hospital Hermanos Ameijeiras
por Ciro Bianchi
Sospecho que muy pocos de los que pasan hoy frente al hospital Hermanos Ameijeiras o usan sus servicios saben que en ese sitio radicó la Casa de Beneficencia y Maternidad, que daba asilo a niños sin amparo filial. La mujer que por razones económicas o por la “deshonra” de haber cometido un “desliz” se veía imposibilitada de ocuparse de la atención de su hijo, podía entregarlo a aquel establecimiento sin dar la cara o revelar su identidad.
Para eso, en la fachada lateral del edificio que daba a la Calzada de Belascoaín, estaba el torno. Se colocaba en él al infante y el depósito giraba al toque de una campanilla. Del otro lado recibía al niño abandonado una monja de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul, que atendían aquella institución semiparticular que trataba de suplir la incuria oficial en un intento de redimir males que el Estado no suprimía ni remediaba.
De niño fui varias veces al Parque Maceo y tal vez merendé alguna que otra vez en el café Vista Alegre, pero no me detuve nunca a mirar tras los muros de la Beneficencia. Era un coto, me parece, bastante cerrado, y, pese a su césped amable, me horrorizaba ese edificio, que aplastaba por su severidad. Recuerdo, sí, que antes de 1959, en las paradas estudiantiles de los 28 de enero en el Parque Central, y aun en los grandes actos cívicos de a comienzos de la Revolución, eran siempre parte del desfile niñas y niños de la Beneficencia con su bandera cubana enorme.
Eran también dos de esos niños ―solo varones― los que cada sábado “cantaban” el sorteo de la Lotería Nacional, que se trasmitía por radio. Daban vueltas al bombo de donde salían las bolas; una, con el número del billete agraciado, y la otra, con la cantidad de dinero que lo premiaba. Uno de aquellos niños, con una entonación que se hacía pegajosa, decía, por ejemplo: 62 662 y el otro: cien pesos, hasta que caía el “gordo” y la mesa invitaba al público a comprobar la bola.
Abril era aquí el mes de la Beneficencia. Cada año, en esa fecha, salían a la calle numerosas muchachas a fin de recoger en una alcancía de lata la contribución ciudadana. Esa colecta tenía su eslogan: “Con lo que a usted le sobre puede hacer feliz a un niño”, divisa que en mi memoria se enlaza con la fundación de ciegos Varona Suárez: “Para esos ojos cerrados, tenga usted su corazón abierto”.
Las niñas de la Beneficencia vestían de uniforme blanco con pañoleta negra. Llevaban, además, al menos en la calle, un gorrito blanco, y zapatos de los que entonces se llamaban de colegiales. No recuerdo el uniforme de los varones. Todos, niños y niñas, tenían un apellido único: Valdés.
Casa Cuna
Casa de Beneficiencia
La Casa de Beneficencia y Maternidad no tuvo siempre ese nombre ni se ubicó siempre en el mismo sitio. Hubo antes una Casa Cuna, una Casa de Maternidad y una Casa de Beneficencia. Cuando esas dos últimas se fundieron, la institución comenzó a llamarse Casa de Beneficencia y Maternidad. Pero muchos siguieron llamándole Casa Cuna o, simplemente, la Beneficencia.
Su antecedente más remoto hay que buscarlo en la Casa Cuna que en 1687 u 88 fundó a su costa el obispo Diego Evelino de Compostela. Cuando falleció en 1704, la edificación de aquel albergue estaba sin concluir y la institución carecía de recursos para llevar adelante su empeño. Poco después, su sucesor, fray Gerónimo Valdés, retomó la idea de Compostela y restableció la Casa Cuna en un edificio que construyó en la esquina de Oficios y Muralla. Tampoco progresó mucho. El abandono del Gobierno colonial y una administración deficiente hicieron que aquel establecimiento, que llegó a alojar a 200 huérfanos, se convirtiera en lo que alguien llamó un sepulcro de expósitos.
Una dama habanera, Antonia María Menocal, dejó a su muerte, en 1830, un cuantioso legado con la indicación de que fuera invertido en obras de caridad. Su albacea decidió destinarlo a la creación de una Casa de Maternidad. Contaría con dos departamentos, “el uno para refugio de aquellas parturientas que deseen cubrir su honor ofendido por alguna fragilidad, y el otro para la conservación y educación de los niños hasta la edad de seis años”. La administración colonial secundó esta iniciativa y cedió a la naciente institución el antiguo hospicio de San isidro, no sin la oposición de los frailes que lo ocupaban. Pero en 1831 la Casa de Maternidad tenía ya edificio propio en el Paseo del Prado.
Desde mucho antes existía la Casa de Beneficencia, emplazada en terrenos situados frente a la caleta de San Lázaro, zona conocida entonces como el Jardín de Betancourt. Su creación fue idea de un grupo de habaneros ilustres entre los que figuraba Luis de Peñalver, obispo de Nueva Orleans, la condesa de Jaruco y los marqueses de Peñalver y de Cárdenas, y la canalizó el capitán general don Luis de las Casas. Admitiría solo a hembras y con 34 niñas se inauguró en 1794.
Con altas y bajas acometió la Beneficencia su humanitaria tarea. Su situación financiera era siempre difícil y a veces angustiosa. Hacia 1824 se abocó a la crisis, pero el capitán general Francisco Dionisio Vives la sacó del atolladero al disponer en su beneficio un impuesto sobre los billetes de lotería y otros sobre las peleas de gallos que tenían lugar en la valla que el propio gobernador mantenía en los fosos del Castillo de la Fuerza.
Un hecho desgraciado vino asimismo en ayuda de la Beneficencia. Un incendio había destruido las chozas de la barriada de Jesús María. Vives, de acuerdo con el Conde de Villanueva, intendente general de Hacienda de la colonia, dispuso que la Casa adquiriese aquellos ya yermos realengos por la cantidad de 4 097 pesos fuertes. Luego, con fuerza de trabajo del presidio, se terraplenaron los manglares de la zona devastada, y se abrió allí una nueva calzada, que llevó el nombre de Vives. El área se revalorizó rápidamente y la Casa de Beneficencia pudo vender sus terrenos con una ganancia de 40 000 pesos.
Vives, además, construyó la capilla de la Beneficencia y amplió sus locales a fin de que acogiese también a varones. En 1852 la Casa de Beneficencia y la de Maternidad se fundieron en una sola institución.
Valdés
Casa Beneficiencia
Como aquellos niños expósitos recogidos en la primitiva Casa Cuna carecían de apellido, fray Gerónimo Valdés decidió darles el suyo. Gesto noble y original de este prelado que tanto hizo por la salud y la educación en la Isla, pues a su empeño con los niños desamparados se suman sus desvelos para el establecimiento del hospital de leprosos y su preocupación por el buen desenvolvimiento de los colegios de San Ambrosio (para varones) y San Francisco de Sales (para hembras), fundados por su antecesor Compostela. Fundó Valdés en Santiago de Cuba el Seminario de San Basilio, y fue persistente y enérgico en su idea de la creación de la Universidad de La Habana, que llevó su nombre, pero que no llegó a ver porque murió un año antes de que abriera sus puertas.
Al ingresar en la Beneficencia, se daba a los niños el apellido Valdés. Recibían allí educación y se les adiestraba en un oficio. A los más dotados intelectualmente se les ayudaba si decidían hacer estudios superiores. Un niño de esa Casa, Juan Bautista Valdés, se hizo médico y llegó a dirigir la institución. El poeta Gabriel de la Concepción Valdés, que haría célebre el seudónimo de Plácido, era también un expósito.
Final
La Beneficencia llegó a disponer de cuantiosos bienes propios. No era raro escuchar la afirmación de que eran ricos los niños de la Beneficencia. Lo eran ciertamente, pero no les tocaba. Durante mucho tiempo fue administrada por la Sociedad Económica de Amigos del País y una Junta de Patronos regía sus destinos. Se mantenía, mayormente, por la ayuda que le daba un grupo de filántropos y las cuestaciones públicas. En 1914, el presidente Menocal la convirtió en una institución estatal y la dotó de un presupuesto para su mantenimiento, sin que se renunciara por ello a los donativos y las colectas populares. Pero parece que las cosas no siempre anduvieron bien en la Beneficencia y resultaba lamentable que Gobiernos que derrochaban y malversaban millones de pesos, se confiaran en la caridad y no dieran mayor atención a un centro como ese. Aun así, no se puede desconocer la infinita bondad de sus propósitos. En la década de 1950, unos 150 infantes ingresaban allí todos los años.
En el siglo XIX, la caleta de San Lázaro, frente a la cual se construyó la Beneficencia, era un paraje apartado y casi bucólico. En lo que es el Parque Maceo, se instaló la batería de cañones de la Reina. Por la Calzada de Belascoaín, frente al costado del edificio, estaba la plaza de toros de La Habana. Y muy cerca, pero más acá en el tiempo, el frontón de pelota vasca.
La ciudad fue creciendo y se metió encima de la Beneficencia. A fines de la década del 50, el gobierno de Batista compró el edificio. Sería demolido y en sus terrenos se construiría la sede del Banco Nacional. Se imponía buscar un nuevo sitio para el alojamiento de los expósitos. Triunfó la Revolución y se decidió instalarlos en lo que fue el Instituto Cívico Militar de Ceiba del Agua. Se le dio el nombre de Hogar Granma a la nueva instalación.
La vida se transformaba en Cuba. La maternidad sin legalizaciones ni papeles dejaba de ser deshonrosa y las mujeres, dueñas de sus vidas y destinos, entraban en capacidad para atender a sus hijos, incluso aquellas que los asumían como madres solteras. Bastaron, entonces, unas pocas casas para acoger a niños sin amparo familiar. Ignora el cronista qué pasó con aquel Hogar Granma ni cómo ni cuándo desapareció. El edificio de la Beneficencia fue demolido y se empezó la construcción del Banco, todo antes de 1959. Un día, ya a mediados de los 60, esa obra se paralizó cuando ya había crecido mucho hacia arriba y se habían construidos inmensas bóvedas que guardarían los caudales de la nación. Y sobre lo hecho para la institución bancaria se edificó el Hospital Hermanos Ameijeiras.(Tomado de Cubadebate)