Por: Gustavo Robreño Díaz
La Habana, 7 nov (RHC) Durante más de un siglo las autoridades coloniales de la villa de San Cristóbal de La Habana se mantuvieron concentradas en asegurar la defensa de la ciudad, pero la naciente urbe demandaba también lugares públicos de esparcimiento y recreo.
El “hastío social” no tuvo un impacto renovador hasta 1770, cuando nombraron capitán general de la isla (1771-1777) al Marqués de la Torre, Felipe Fons de Viela (1725-1784), quien procedía de la corte de Carlos III y quien es considerado el primer urbanista de la Habana colonial.
A él se deben la proclamación de disposiciones inexistentes anteriormente sobre limpieza urbana, la pavimentación de las principales calles, el establecimiento del primer sistema de alumbrado público; delineó la Plaza de Armas y construyó sus edificios circundantes, incluido el Palacio de los Capitanes Generales.
Fueron obra de su iniciativa el primer teatro de la ciudad y el primer paseo, bautizado este último como “Alameda de Paula”, porque frente a uno de sus extremos se hallaban el hospital e iglesia de Paula.
El paraje más agradable de La Habana
La Alameda de Paula fue diseñada por el notable ingeniero Antonio Fernández Trevejo y Zaldivar, uno de los defensores del Torreón de la Chorrera durante el asalto inglés de 1762, y el mismo encargado del diseño de la Casa de Gobierno, conocida por los habaneros de ayer y hoy como Palacio de los Capitanes Generales.
En sus inicios la Alameda no fue más que un terraplén adornado con dos hileras de álamos y algunos bancos de piedra, que se extendía desde la calle Oficios hasta el Hospital de La Habana, levantado bajo la advocación de San Francisco de Paula, en un sitio apartado junto a la bahía conocido como “el basurero del rincón”.
El cambio en la fisonomía del lugar fue tan radical que el propio marqués de la Torre escribió en las memorias de su gobierno: “No hay paraje más agradable en La Habana por su situación y por sus vistas: expuesto a los aires frescos y descubriendo toda la bahía”.
Posteriormente, otros gobernantes se preocuparon por embellecer el primer paseo de la Habana colonial y de 1803 a 1805, durante el mandato (1799-1812) del capitán general Salvador de Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, la Alameda fue embaldosada con una fuente y provista de mayor número de asientos.
En sus apuntes sobre La Habana, el sabio alemán Alejandro de Humbolt dejaba constancia de que “hay dos paseos muy buenos, el uno entre el hospicio de Paula y el teatro principal (...) hermoseado en su interior con mucho gusto”.
Se asegura que para 1825 la Alameda de Paula era el punto de encuentro y reunión de lo más selecto de la sociedad habanera.
Narraciones de la época describen que en ella “se apeaban las bellas de sus quitrines, hacían alarde de su gracia (…) gozando de la anhelada frescura de la vecina bahía, durante los entreactos de la ópera española”.
En 1841, el capitán general Gerónimo Valdés (1784-1855) ordenó la ampliación de las escaleras existentes en cada uno de los extremos y en esa oportunidad se mejoraron el paseo central, las escaleras, los asientos y se erigió una glorieta sobre el parapeto que caía sobre el mar, la cual permaneció allí hasta 1910, cuando un ciclón la derribó.
En su libro La Habana de 1841, el historiador Francisco González del Valle detalla: “Era el lugar escogido por los habaneros para su solaz distracción; las damas acudían en quitrines y volantas para tomar, durante la noche, el fresco del terral que hacía en esa parte de la ciudad”.
No obstante, su mayor remozamiento fue en 1845 y corrió a cargo del militar e ingeniero mexicano Mariano Carrillo de Albornoz (1784-1860), en tiempos que gobernó en Cuba (1844-1848) el capitán general Leopoldo O´Donnell (1809-1867).
Fiel testigo de su tiempo
Según narra el historiador e investigador cubano Emilio Roig de Leuchsenring en su texto La Habana, apuntes históricos, durante los años de esplendor de aquella parte de la ciudad se levantaron alrededor de la Alameda de Paula muchas de las más lujosas residencias habaneras de entonces.
Como resultado de la paulatina ampliación de la ciudad, el auge creciente del comercio y la ampliación de la actividad del puerto, las familias acaudaladas se alejaron poco a poco en busca de parajes más tranquilos, y la Alameda se convirtió en lugar de reunión de los marineros cuyos buques fondeaban en la rada habanera.
A lo largo de su historia, han sido muchos los contratiempos y olvidos a que se ha visto sometida la emblemática Alameda.
Particularmente violenta fue la mutilación que sufrió en 1911, cuando la compañía norteamericana Havana Central Railroad Co. sin miramientos urbanísticos instaló justo frente a la Alameda sus muelles, almacenes y líneas de ferrocarril, con lo cual interrumpió la vista a la bahía en ese sector.
Para suerte de propios y foráneos, a resultas del trabajo de restauración y conservación de la Oficina del Historiador de la Ciudad, el más antiguo paseo habanero aún se conserva como fiel testigo de su tiempo, convertido hoy en una reliquia histórica que adorna La Habana a sus 500 años de fundada. (Fuente: PL)