EE.UU. : el magnicidio como sistema

Edited by Lorena Viñas Rodríguez
2019-03-27 08:15:30

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Foto: Hispantv.com

Por: Guillermo Alvarado

Recordarán, amigos, que hace unos días el general de brigada retirado del ejército de los Estados Unidos, Anthony Tata, tuvo la desfachatez de decir en público que una de las opciones que tiene su país para sacar del poder al legítimo presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, es una bala en la frente, o sea, ni más ni menos, que el asesinato.

Luego del estupor que provocaron estas palabras en la comunidad internacional, cuando uno lo piensa bien y hace un somero recuento de la historia de la nación norteña, comienza a descubrir que no es del todo raro que un alto oficial del Pentágono proponga el magnicidio como una solución.

Ese es un país en donde, desde las raíces de su historia, los problemas políticos internos, las pugnas de poder y las rivalidades entre distintos grupos, se han saldado con el asesinato de algunos de sus presidentes y de no pocos líderes de diversa tendencia o ideología.

Cuatro jefes de Estado perecieron víctimas de atentados violentos, el primero de ellos Abraham Lincoln, que el 14 de abril de 1865 recibió un balazo en la cabeza mientras asistía a una representación teatral. Lincoln, miembro del partido Republicano, llevó al norte a la victoria sobre el sur esclavista e impidió la división del país y su premio fue un plomo en el cerebro.

Poco después, el 19 de septiembre de 1881, el turno le tocó a James Garfield, quien con poco más de cinco meses en el cargo recibió dos disparos hechos por un abogado que, presuntamente, protestaba por la falta de empleo.

El tercero en la lista fue el presidente William McKinley, quien había ganado la reelección cuando el 5 de septiembre de 1901 fue atacado, también a tiros, supuestamente por un anarquista que logró acercarse en medio de una multitud mientras asistía a una exposición en la ciudad de Búfalo, en Nueva York.

Transcurrió más de medio siglo sin que ocurriese otro magnicidio en Estados Unidos, pero no porque hubiese cambiado la forma de dirimir las diferencias en el campo político cuando no había otra salida, como lo demostró uno de los casos que mejor configura la espesa red de complicidades que se teje en torno a un hecho de semejante naturaleza.

El 22 de noviembre de 1966 ocurrió el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y más de 50 años después no existe certidumbre sobre las razones que llevaron a su muerte, del arma que puso fin a su vida y de quienes fueron los culpables materiales e intelectuales del crimen.

Una de las pocas cosas que están claras es que Lee Harvey Oswald, el presunto francotirador y asesinado a su vez pocas horas más tarde, fue solo un figurante en una trama que lo sobrepasaba con creces y entre la que se manejan los nombres de Lyndon B. Johnson, Richard Nixon, la Agencia Central de Inteligencia, CIA, el Mossad israelí y grupos contrarrevolucionarios de origen cubano.

¿La verdad? Quizás nunca se sabrá porque a diferencia de lo que suele creer la gente común, a Estados Unidos eso no le interesa. Su prioridad es mantener ocultas todas las variantes del caso.

El listado de difuntos podría ser más largo, pero otros ocho presidentes norteamericanos escaparon de atentados planificados o perpetrados contra ellos. Se trata de Andrew Jackson en 1835; Theodore Roosevelt, en 1912; Franklin Delano Roosevelt, en 1945; y Harry Truman, en 1950.

También sobrevivieron Richard Nixon, en 1974; Gerald Ford en1975; Jimmy Carter, 1979 y Ronald Reagan en 1981.

Estos son por lo menos los casos que han trascendido, pero nunca se conocerá la cifra exacta de conjuras que se habrán urdido entre los muros de la Casa Blanca, El Pentágono, o los cuarteles de la CIA, en Langley.

Así pues, que un general más conocido por sus novelas de ficción que por su trabajo militar, proponga el asesinato del presidente Nicolás Maduro para lograr el cambio de régimen en Venezuela, es un escándalo para el mundo, pero peccata minuta en los crueles pasillos del poder de Estados Unidos.



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