Camino a Maisí

Edited by Bárbara Gómez
2016-10-07 21:19:04

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Imagen tomada de archivo

Vamos rumbo a Maisí por la única carretera que da acceso, desde la capital de la provincia, al extremo más oriental de Cuba. Pero para llegar a La Llana, el primer poblado de ese lejano paraje al que se arriba, antes hay que atravesar los municipios de San Antonio del Sur e Imías, muy afectados por los vientos, las lluvias y las penetraciones del mar que acompañaron al huracán Matthew en su paso por Guantánamo.

Por eso, ya desde donde las olas constantemente chocan con fuerza con el diente de perro, desde ese pedazo de la costa que la gente ha llamado siempre el Bate-bate, aparecen historias a cada paso. Historias que desnudan sentimientos de solidaridad y entereza, que sobrecogen corazones, que sacan lágrimas.

Alian, Antonio y Denis, tres jóvenes camagüeyanos que esperaron a Matthew fuera de su ciudad y de su familia, se aprietan los cinturones de linieros a la vera de Acueducto, el pueblo donde comienza por esa vía San Antonio del Sur. Apenas sobrepasan los 23 años de edad y sonríen, como si estuvieran acostumbrados a estos andares, pero dicen que no, que es su primera experiencia en labores de recuperación y están contentos.

Y no es para menos, porque saben que andan bien artillados y están conscientes de lo que significa devolver la luz a personas que hace más de tres días no la ven, porque Matthew derribó o averió más de 60 postes que sostienen las líneas eléctricas de San Antonio del Sur.

Como ellos, un hormiguero de hombres y equipos se «baten» en el Bate-bate para restablecer una carretera llena de rocas y vegetal marino, cuyo asfalto sabrá Matthew dónde lo lanzó.

No es un asunto exclusivo de la tierra del famoso Valle de Caujerí, el ajetreo recuperativo. Cada tramo de la carretera central de Imías es un campo de batalla. Batalla de jóvenes combatientes de las FAR, pertenecientes a unidades militares de varias provincias del país, contra montañas de troncos y ramas de árboles que el huracán dejó desgreñados o con las raíces mirando al cielo. Saneando platanales aplastados contra la tierra, cocales reducidos a escombros…

No fuera tan sobrecogedor el panorama allí si de eso solo se tratara. A la altura de la comunidad El Marrón, próximo a Cajobabo, que es territorio de Imías todavía, ya las historias se tornan diferentes.

Allí, un joven trata de borrar el caos que hay dentro y fuera de su casa, porque ya quiere que regresen sus niñas y esposa, quienes llevan varios días en un centro de evacuados. El muchacho acomoda el patio y recoge las ropas tendidas sobre las espinas de los cactus, que abundan en el lugar.

A pesar del panorama desolador que observo en su vivienda sin techo, Yasmani Laborit Frómeta me dice que allí todo está completo porque nadie se murió. Y que si de afectaciones en la vivienda se trata otros están peores. Me cuenta que su vecino Chacho lleva dos días buscando en los matorrales las puertas de su casa, también sin cubierta.

Dice que lo han atendido y todos esperan que les repongan sus techos para traer de regreso a su familia.

A medida que se avanza por un vial, que ahora no es una joya por los pedazos que les arrancaron las olas del mar, se percibe un acercamiento adonde ocurrió lo peor.

Cajobabo, que es siempre un lugar que saca elogios, hoy rompe el corazón. Apenas se puede ver porque está casi tapado por la floresta arrancada de cuajo. En el museo del sitio, por donde desembarcaron Martí y Gómez, cerca de la Playita de Cajobabo, la réplica del bote en que arribaron allí los insignes patriotas permanece intacta bajo el techo, que descendió de su altura por la presión de un enorme árbol caído.

Pero a una la llena de alegría ese hecho casi milagroso. Como si la caída de varias toneladas de madera no fuera suficiente hasta para hundir la tierra. Ese bote es un símbolo de fuerza mayor.

En los alrededores mucha gente viven un drama difícil, porque casi ninguna cubierta de vivienda resistió los embates de Matthew. El anciano Orlando Rodríguez me cuenta que hace justamente un mes terminó de pagar su vivienda y ahora viene este huracán y se la desbarata. «Pensábamos, dice, que sería el mar el más dañino, pero fueron los vientos que soplaban como un demonio».

Ya en territorio de Maisí, exactamente en La Llana, todo lo que estaba en pie se allanó. De la casa de Dalianeli Sánchez, una niñita de siete años, solo queda un trozo del piso de cemento. Sobre él está la pequeña, y va colocando, uno a uno, sobre una frazada, lo que extrae de una pequeña mochila rosada. Ella advierte mi presencia y sonríe. Luego me dice: «Ay, si el sol calentara más para que se sequen mis libros de la escuela». Es como si no le doliera nada más entre tanta desolación.

Esa gente humilde es así de grande. Me lo confirman a cada paso.

«¿Y ustedes para dónde van? Porque por ese camino se llega a La Máquina, pero el ciclón se llevó tres puentes de un viaje y de Río Seco no se pasa», nos dice una mujer que ayuda a quitar ramas del camino, aunque su casa está destrozada. «Estamos apartando los obstáculos para que los que pasen no tengan problemas», como si los de ella fuesen menos. Pero, repito, esa gente son así de grandes.

En efecto, en Río Seco, una comunidad donde siempre hubo un fino arroyo, ahora hay un inmenso caudal crecido de aguas limpias, que bajaron sin escurrimiento desde las montañas e inundaron todo aquello.

Con unas botas de gomas que le alcanzan las rodillas viene a nuestro encuentro un joven con rostro de buenos amigos. Su nombre es Julio César Romero, y dice que jamás ha salido de aquellos lares.

«Como dos días antes del paso del huracán nos subimos para la montaña. Todas las familias de por aquí nos evacuamos en las cuevas que hay allá arriba y nos llevamos todas nuestras pertenencias, incluso hasta las camas. No es que nos fuimos, nos trasladaron los compañeros de la Defensa Civil y allá nos fueron a atender durante tres días. Gracias a eso estamos vivos porque cuando regresamos las casas estaban por la mitad de agua y todas, excepto la mía, que es de guano, sin cubierta. El guano es buen techo en el monte», testimonia el jovencito de 16 años.

Nos recomienda el amable muchacho de campo no seguir porque los tres puentes que dan paso a la cabecera municipal «deben estar en las profundidades del mar, o sabe Dios si en las lomas».

Y regresamos a escribir esta historia a la que no renunciamos a ponerle punto final allá donde Matthew todavía no nos dejó llegar.

Por Haydee León/Juventud Rebelde



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