Nada intuyeron aquella mañana cuando lo vieron sentado en un taburete armando y desarmando su reloj; tampoco el día que un amigo comentó en la casa el dinero pedido por él en plena calle para comprar el periódico.
Pocos meses después llegarían las primeras sospechas: las pastillas picadas milimétricamente, contadas y vueltas a contar dos, tres, cuatro veces; las anotaciones imprecisas en una libreta; la entrada y salida de varios centros de trabajo y con ellas, el reconocimiento de que nada podía hacer, pese a haber sido un “señor contador” capaz de desentrañar la más enrevesada de las cuentas, de atajar el desfalco mucho antes de ejecutarlo.
Con las sospechas vendrían los exámenes, el diagnóstico y la frase lapidaria de la psiquiatra: su esposo tiene Alzheimer y la enfermedad avanza a pasos agigantados.
Aún hoy, diez años después, por más que le repitan el nombre, Alzheimer es una palabra demasiado complicada para que ella pueda repetirla; pero de aquella consulta inicial le quedó muy claro que el hombre íntegro, trabajador y buen padre con el que cuatro décadas atrás se había casado, se le desmoronaba ante los ojos de la familia, a sus 64 años.
Por pasos agigantados interpretó entonces la obsesión del esposo por la hija del matrimonio anterior, por bañarse a cualquier hora, sus incursiones por el alero de la casa ante los ojos atónitos del vecindario, su extravío en las calles, su vista perdida, su deterioro paulatino…
De esa época cuelgan en el lateral de un escaparate dos textos recortados de la prensa, en ellos se habla del aumento de la enfermedad en Cuba, de sus síntomas, de la necesidad de afecto y atención que requieren esos pacientes; de esa época también datan los horarios establecidos para el baño, las comidas, las llamadas permanentes de los hijos.
Los días, meses, años peores sobrevendrían después cuando las piernas de él se negaron a caminar, el cuerpo comenzó a engarrotarse y las escaras, las temibles escaras, brotaron de la noche a la mañana e intentar curarlas era un verdadero suplicio.
Aprendieron con el tiempo a distinguir si tenía hambre por los movimientos de la boca, si había que acostarlo porque el cuerpo entero se le entumecía de estar sentado, si le molestaba el ventilador, si la intranquilidad anunciaba el cambio de ropa “ya mojada”.
En el intento por alargarle la vida, los hijos perdieron la fuerza de los brazos, adelgazaron, “acomodaron” sus empleos y sus vidas a las del padre; mientras que la esposa se volvió más arisca de tanto encierro y el estrés desató la diabetes mellitus contenida hasta ese momento.
Tuve días en los que quería dejarlo solo, salir corriendo y NO volver, me ha confesado ella ahora con la conciencia hecha trizas.
El síndrome del cuidador, diría la psiquiatra si la oyera; el síndrome del encierro, de la impotencia, ha dicho ella con los nervios a flor de piel y la satisfacción de haberlo hecho todo por él, de haberlo cuidado, alimentado, de haber estado durante años “con un ojo abierto y otro cerrado” mientras todos en la casa dormían.
Ha pasado una década de aquellos síntomas iniciales, y aunque él ya NO está, las siete de la noche sigue siendo la hora de la comida de Daniel; varias veces han ido “a darle una vuelta al cuarto”; varias veces lo han buscado por la ventana mientras lavan, la forma en la que solían auscultarlo con los ojos para adelantar las siempre apremiantes tareas del hogar.
A estas alturas, lo que más sorprende de mi madre NO es su capacidad para cuidar y velar por la más mínima de las necesidades de mi padre; lo que verdaderamente sorprende es su entereza para levantarse cada mañana pese a la ausencia del compañero, del amigo, del padre, pero siempre respetando sus espacios, sus manías, sus costumbres.(Fuente/Yainerys Avila Santos)