Por: Noel Domínguez
La Habana, 19 abr (RHC) Tras el discurso en que el Comandante en Jefe Fidel Castro proclamó el carácter socialista de la Revolución, el 16 de abril de 1961, partimos al combate contra la fuerza mercenaria organizada por Estados Unidos, que había desembarcado por Playa Larga y Playa Girón.
Como integrantes de la batería de morteros del Batallón 119 de las Milicias Nacionales Revolucionarias -de la que era segundo jefe-, e incorporada al 123, nos desplazábamos en una caravana de ómnibus, y el único camión transportaba una peligrosa montaña de obuses de 82 milímetros.
El bautizo de fuego ocurrió en Playa Larga, cuando aviones B-26 pintados con las insignias de la Fuerza Aérea Revolucionaria y aprovechando nuestra falta de cobertura contra ese tipo de ataque, nos ametrallaron y bombardearon con napalm.
Allí resultó gravemente herido Enrique Galarraga Rodríguez, quien posteriormente murió porque desde el aire fue tiroteada la ambulancia que lo transportaba, pese a tener bien visible la insignia de la Cruz Roja. Galarraga fue el primer mártir de nuestra batería.
Ya en Playa Girón, era ampliamente visible la ocupación de camiones y jeeps pertenecientes al enemigo, y desde la costa llamaba la atención el acelerado emplazamiento por nuestras tropas de una batería de cañones 122 milímetros de largo alcance.
Al acercarme, un poco apartado y de espaldas, un hombre alto y corpulento miraba con prismáticos hacia el mar e impartía órdenes a otro quien, agachado, cargaba un equipo de comunicaciones en sus espaldas y las transmitía por un micrófono que sostenía en las manos.
Era el mismo oficial a quien había sufrido tanto por sus exigencias en la Escuela de Milicias de Matanzas, ahora respetado y reconocido por todos Jefe de Operaciones de aquellos encarnizados combates, el capitán José Ramón Fernández Álvarez.
El "Gallego" Fernández solicitaba mediante el sistema de radio el envío urgente de nuestros aviones porque era necesario ametrallar las barcazas de goma arrojadas al mar por un destructor de Estados Unidos que asomaba en el horizonte.
Este era el último recurso para que los mercenarios, derrotados y a la desbandada, pudieran evadirse en el navío de guerra de la Armada norteamericana, el cual se mostraba como un gigante en la lejanía a la expectativa, sin entablar combate, pero presente en apoyo a los contrarrevolucionarios.
Los inoperantes morteros del batallón yacían por los alrededores, al igual que los integrantes de la batería, quienes desesperados buscaban agua y comida. De repente, una estruendosa explosión dejó sordo del todo y atolondrado al segundo jefe de la batería del Batallón 119, quien se dedicaba a curiosear.
Una de las dotaciones milicianas de piezas de 122 milímetros, sin encomendarse a nadie, abrió fuego con un tremendo disparo contra la lejana embarcación, lo cual levantó una inmensa columna de agua muy cerca de la misma.
Una segunda pieza arremetió con otro ruidoso tiro, mientras Fernández gesticulaba y ordenaba algo, que el segundo jefe de la batería de morteros comprendió más por la mímica que por la vía auditiva "!Miliciano! !Díga a esos irresponsables artilleros que paren de inmediato el tiro! !Si ese buque responde el fuego, aquí no queda ni polvo!", expresó.
El que hablaba a gritos era un jefe militar calificado como casi ningún otro, con experiencia en academias desde antes del triunfo de la Revolución, incluso estadounidenses, lo que había demostrado fehacientemente en esta batalla.
Cuando la orden se cumplió tras el sonido del tercer disparo, que casi alcanza a la embarcación, el buque ya había cambiado su presunta posición defensiva y colocado la proa de frente hacia la costa en actitud de tiro contra las tropas cubanas.
Apareció entonces en el cielo el B-26 del experimentado piloto Enrique Carreras, acompañado de otra unidad de la maltrecha Fuerza Aérea Rebelde, y ambos hundieron con su nutrido fuego a las innumerables barcazas de goma.
Silencioso y también derrotado en su incapacidad, el representante imperial optó entonces por retirarse humillado, sin participar en el resto del combate y dejando a su libre albedrio a los mercenarios.
Desde la costa arenosa, los valientes e inexpertos artilleros lo despedían con burlas y abrazos, de los que hicieron partícipe al espigado y recto 'Gallego' Fernández, quien siempre mantuvo su hidalguía y compostura. (Tomado de Cuba Internacional)