La Ceiba del Templete

Eldonita de Maria Calvo
2020-11-22 20:38:57

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por Ciro Bianchi

Bajo una ceiba se celebró, el 16 de noviembre de 1519, según la tradición, la primera misa y el primer cabildo cuando, en esa fecha, La Habana se asentó en el lugar que ocupa desde entonces.

La ceiba original que en el lado noroeste de lo que sería la Plaza de Armas vio, postrados bajo su sombra, a aquellos valerosos colonizadores y que fue durante décadas testigo único de un hecho histórico y también religioso y poético, debió ser reemplazada oportunamente a lo largo del tiempo.

Cuando en 1754 Francisco Cagigal de la Vega, Gobernador General de la Isla, hizo erigir allí una columna conmemorativa, ya la ceiba original no existía.

Entre 1755 y 1757 tres ceibas se sembraron en lugar de la primigenia. De ellas, dos se secaron al poco tiempo y la tercera sobrevivió hasta 1827, cuando la mano del hombre la hizo desaparecer para facilitar la construcción del Templete.

Tres nuevas ceibas se sembraron al año siguiente y de ellas solo arraigó una, que, al parecer, duró hasta 1959. Dos más se plantaron en 1873 y murieron diez años más tarde.

La memoria de aquella primera misa y aquel primer cabildo celebrados debajo de la ceiba hubiese tal vez desaparecido de no haberse ocupado Cagigal de la Vega, en 1754, de recoger y perpetuar de manera ostensible la tradición.

«La iniciativa de aquel gobernante estuvo fija en el porvenir», escribe el historiador Emeterio Santovenia. «Gracias a ella pasó a la posteridad una versión que, de otra manera, pudo experimentar transformaciones o extinguirse por obra del tiempo», añade. La ya aludida columna conmemorativa del gobernador Cagigal consta de tres caras, las tres provincias en las que entonces se dividía la colonia, y lucía, en lo alto, una imagen de la virgen del Pilar. Se leían en ella dos inscripciones alusivas. Una escrita en latín. La otra en castellano antiguo.

Decía esta: «Fundóse la villa (hoy ciudad) de La Habana el año de 1515, y al mudarse de su primitivo asiento a la ribera de este puerto el de 1519, es tradición que en este sitio se halló una frondosa ceiba bajo de la cual se celebró la primera misa y cabildo: permaneció hasta el de 1753 que se esterilizó. Y para perpetuar la memoria, gobernando las Españas nuestro católico Monarca el señor Dn. Fernando VI, mandó erigir este padrón el señor Mariscal de Campo Dn. Francisco Cagigal de la Vega, del orden de Santiago, Gobernador y Capitán General de esta Isla, siendo Procurador General Doctor Dn. Manuel Phelipe de Arango. Año de 1754».

La primitiva inscripción latina fue sustituida en 1903, al restaurarse la columna por otra cuyo texto latino es una versión del antiguo.
La hizo el doctor Juan M. Dihigo, a la sazón profesor de latín de la Universidad de La Habana, la única casa de altos estudios que existía entonces en Cuba, dicho sea de paso. Reza:

«Detén el paso, caminante; adorna este sitio un árbol, una ceiba frondosa, más bien diré signo memorable de la prudencia y antigua religión de la joven ciudad (…). Fue tenida por primera vez la reunión de los prudentes concejales hace ya más de dos siglos: era conservado por una tradición perpetua; sin embargo cedió al tiempo. Mira, pues, y no perezca en lo porvenir la fe habanera. Verás una imagen hecha hoy en la piedra, es decir, el último de noviembre de 1754».

En el primer frente del triángulo de la columna, que mira al Naciente, hay un relieve del tronco de la que se supone sea la primera ceiba. Luce con las ramas cortadas, como si careciera de follaje, como si estuviera seca.

Con el tiempo, la columna fue desgastándose. Se deterioró lamentablemente ese sencillo monumento que casi permanecía oculto por las casillas y timbiriches de los vendedores de todo tipo de artículos que en su cercanía se instalaban.

Eso impulsó a don Francisco Dionisio Vives y Planes, Conde de Cuba, gobernador y Capitán General de la Isla, a restaurar la columna y a levantar además otro monumento mayor.

Fue criterio suyo y del ayuntamiento habanero realizar una obra durable, que fuera no solo digna de los hechos que querían perpetuarse, sino también de la importancia que iba adquiriendo la ciudad.

En sesión de 15 de junio de 1827, el alcalde-presidente del ayuntamiento apuntó la necesidad de atender a la conservación de la columna de Cagigal y el cuerpo municipal, consciente del deber en que se hallaba respecto a aquel punto, acordó restaurarla y despejar sus alrededores de casillas y timbiriches que desdoraban el paraje. Tomó cuerpo entonces la idea de un monumento de mayores dimensiones, y en el propio año de 1827 se puso manos a la obra que desde entonces recibió el nombre de Templete.

Vives ordenó a Antonio María de la Torre y Cárdenas, su secretario político, que se ocupase de todo lo concerniente a los planos y trabajos necesarios, en lo que contó con la colaboración de José Rodríguez Cabrera, regidor del ayuntamiento.

Debió primar mucho interés en concluir las obras, pues a la vuelta de pocos meses quedó listo el edificio, en tanto que la columna era colocada sobre cuatro gradas circulares de piedra y se sustituía la imagen de la virgen del Pilar que la remataba por otra dorada a fuego, de una vara de alto.

Con motivo de la construcción del Templete, el obispo Juan José Díaz de Espada hizo erigir a sus expensas, muy cerca del edificio, un busto en mármol, con su pedestal, del almirante Cristóbal Colón, una obra de autor desconocido y pobre ejecución que aún se conserva. Dentro del recinto cerrado por las verjas que circundan el Templete quedaron incluidos ese busto, la ceiba y la columna de Cagigal.

El Templete es el más pequeño y menos vistoso de los edificios que rodean la Plaza de Armas. Es, sin embargo, la primera obra civil de carácter notoriamente neoclásico con que contó La Habana.

Se alza frente al Palacio de los Capitanes Generales —actual Museo de la Ciudad— y a la izquierda del Palacio de los Condes de Santovenia, donde funciona el hotel Santa Isabel.

Mide 12 varas de frente y ocho y media varas por los dos costados, en tanto que su altura es de 11 varas (una vara equivale a 0.84 metros aproximadamente).

Es de estilo griego y está compuesto de un arquitrabe de seis columnas de capiteles dóricos y zócalos áticos, y cuatro pilastras más en los costados con otros adornos.

Una lápida da cuenta de su inauguración. Dice: «Reinando el señor don Fernando VII, siendo presidente y gobernador don Francisco Dionisio Vives, la fidelísima Habana, religiosa y pacífica, erigió este sencillo monumento decorando el sitio donde el año de 1519 se celebró la primera misa y cabildo. El obispo don Juan José Díaz de Espada solemnizó el mismo augusto sacrificio el día diez y nueve de marzo de mil ochocientos veinte y ocho».

El Templete, es uno de los monumentos más visitados por cubanos y extranjeros. El escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga decía en 1840, en su libro de viajes, que se trataba de «uno de los monumentos que más desea el viajero visitar en La Habana por poco que ame los recuerdos históricos».

A partir de ahí se explaya en la descripción del edificio y los cuadros de carácter histórico que atesora. Expresa: «Preciso era descender a tantos detalles porque es este el único monumento que recuerde antiguos hechos, en la opulenta ciudad de La Habana.

Invadida, hasta cierto punto, por el tráfico y comercio, inestable todavía en la forma de administración, insegura en su riqueza y poderío, es difícil que se ocupe en otra especie de obras que aquellas que le prometen un porvenir feliz. Así que el viajero aquí, más que ruinas, debe buscar gérmenes».

Salas y Quiroga alude a los lienzos de Juan Bautista Vermay, pintor francés avecindado en La Habana, donde murió a causa de la fiebre amarilla, luego de haber fundado la Academia de pintura de San Alejandro. Son obras, sobre todo, de valor histórico que todavía se aprecian en el Templete.

Dos de ellas evocan, con imaginación, la celebración de la primera misa y el primer cabildo; la otra recrea la ceremonia inaugural del monumento aquel, el 19 de marzo de 1828. Una ceremonia que la crónica describe como solemne y pomposa.

Consistió en la misa que ofició Espada con la asistencia del Capitán General y las principales autoridades militares, civiles y eclesiásticas, así como los vecinos más notables de la villa, pues el ayuntamiento se encargó de invitar a todas las corporaciones y personas distinguidas. Ante los asistentes, Espada pronunció un discurso que el historiador Pezuela calificó de erudito.

Álvaro de la Iglesia, el célebre autor de las Tradiciones cubanas, al referirse a esa obra, dice en su libro Cosas de antaño que en la apertura del Templete, Vermay logró tal exactitud en la pintura de personas y trajes que es «un verdadero y valioso testimonio histórico». Pobres y ricos celebraron por igual la inauguración del Templete.

Hubo una ascensión aerostática, la primera que ocurría en Cuba desde 1796 y que reportó al aeronauta, que había llegado desde New Orleans, la nada despreciable suma de 15 000 pesos. Hubo, además, funciones teatrales, recepciones y saraos en los palacios y bailes públicos y privados en los que se derrochó una fortuna.

Dice Álvaro de la Iglesia que «en flores, joyas, banquetes, ostentación y alegría el dinero corrió como un río desbordado y La Habana pareció presa de la locura durante dichas fiestas».

Hubo, por no dejar de haber, baile en uno de los navíos de la escuadra surta en puerto. Una fiesta para todos los gustos, dice De la Iglesia, ya que Vives «prestó gran atención a tres bases infalibles de la política colonial: baile, baraja y botella. Pueblo que se divierte, no conspira…».

El propio Vives lo consigna explícitamente en su informe a Madrid; las fiestas habían tenido un carácter y una orientación abiertamente políticos, encaminados a distraer al pueblo de las luchas emancipadoras que se libraban en el continente y a exaltar la paz, la seguridad y la prosperidad que disfrutaban «los fieles cubanos bajo el imperio de las leyes y del suave y paternal gobierno de Su Majestad». (Tomado de internet NorfiPC) (El artículo original de Ciro Bianchi "El Templete", fue publicado en el periódico Juventud Rebelde) 



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