El mejor concepto de humanidad: ¿cómo era Martí?

Eldonita de Maite González Martínez
2020-01-24 11:30:17

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Por: Maritza Gutierrez

La Habana, 24 ene (RHC) Alrededor de la figura de Martí, como ocurre con todos los grandes hombres, se ha tejido un sinnúmero de leyendas. Leyendas que, por serlo, resultan difíciles de destruir y acaban por arraigarse en la mente popular a fuerza de ser constantemente repetidas.

Martí, sin embargo, no era alto. Su aspecto exterior, puede decirse que era el del tipo promedio de criollo, parecido en su delgadez y poca estatura a muchos de los tabaqueros emigrados a Tampa y Cayo Hueso, que tanto le amaron y que contribuyeron a manos llenas a la causa de la revolución.

Martí era de vestir modesto, pero pulcro. Su traje y su corbata eran negros, en símbolo de luto por ser Cuba esclava. Usó también un anillo de hierro -que no ha sido hallado-, hecho de un pedazo de la cadena que llevó cuando era el preso 113, en que estaba grabada la palabra “Cuba”.

Su frente era notablemente alta y despejada, destacando más su sello de marcada personalidad a medida que con los años el cabello negro iba clareando en las sienes. Sus cejas eran pobladas, grueso el bigote, y más bien fina la mosca que adornaba el mentón firme. Firmeza revelaba también la nariz recta.

Sobre el color de los ojos de Martí siempre ha existido mucha confusión,

creyéndose generalmente que fueron negros. Eran pardos, “glaucos”, según el pintor Federico Edelmann, color que tiene los tonos cambiantes de las olas, desde el oscuro hasta lo claro, en una sensación variable de pardo a verdemar. Y eran almendrados, algo achinados o árabes, más bien melancólicos y dulces, pero relampagueantes o coléricos cuando acusaba desde la tribuna a la España colonial de sus desmanes en Cuba. Y en su mirada, después de su verbo, residía acaso el mayor magnetismo de Martí, porque era ella la que atraía enseguida a las personas hasta llegar casi a hechizarlas.

En el hablar suave, nunca estridente, persuasivo más que agresivo, en sus discursos revolucionarios, su palabra llegaba, sin embargo, a romper el aire como tajo de machete. Y es que a medida que hablaba su figura se agigantaba, parecía estar en “trance”, y entonces su voz, según personas que le oyeron, se volvía progresivamente más fuerte y vibrante.

Iniciaba sus discursos con voz lenta, poco perceptible, aumentando en volumen hasta alcanzar un acento evangélico, rebosante de honda sinceridad. Era entonces cuando electrizaba al público. Y las manos de Marti, como de hombre magro, intelectual y artista, eran finas y afiladas. Inquieto y nervioso, Martí era de rápido andar.

De su valor personal, del cual nunca hizo jactanciosa gala, nos ha referido varias interesantes anécdotas el patrio ta Alberto Plochet, siendo una de las más reveladoras un incidente con Antonio Zambrana en una magna asamblea en Tammany Hall en Nueva York, donde Zambrana criticó a Martí duramente por no apoyar el plan Gómez-Maceo. Sin embargo, Martí resistió los duros rigores de la manigua. Comparte con ellos su rancho, sus vicisitudes, sin una queja, alegremente, y cuando le llega la hora, “su hora”, de supremo sacrificio, va hacia él conscientemente, sin miedo, con una sonrisa a flor de labios.

Así era Martí, hombre ante todo; pero hombre en el más alto sentido; humano también en el más elevado grado de lo que debe ser el mejor concepto de humanidad.

Fuente: Tomado de 2da. Edición digital Obras Completas. Cómo era Martí pag. 213-218. Centro de Estudios Martianos



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