Nuestra deuda con Mariana

Eldonita de Maite González Martínez
2020-07-12 08:09:08

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Alberto Lescay.

Por: Odalis Riquenes Cutiño (Juventud Rebelde)

Santiago de Cuba, 12 jul.- Dio tanto a Cuba y sus lecciones de vida fueron tan altas, que su entrega inconmensurable estremece, aguijonea y demuestra que cualquier escollo puede sortearse si hay convicción y compromiso. En época de crisis, bloqueo o pandemia, quien profundice en su ejemplo encontrará el mejor asidero para empinarse y salir victorioso.

Así llega hoy hasta nosotros Mariana Grajales Cuello, la Madre de la Patria, mujer de entrega, de cuyo natalicio celebramos este 12 de julio el aniversario 205.

Su legado está más vigente en aquellas mujeres que por estos días han estado desafiando la COVID-19; las que con sus manos y sudor transforman matorrales en simiente para el alimento que necesita el país y las que enfrentan carencias sin perder la esperanza y son llamadas Marianas de hoy.

Durante casi dos siglos ella ha estado en el imaginario popular como la figura trascendental de nuestra historia que es y nos enseñan a admirar desde la infancia; pero muchas veces nuestra visión sobre esta patriota se reduce a su rol como la madre de los Maceo —esa pléyade de héroes—, progenitora recta y contenida que reprimía las lágrimas por el hijo caído mientras instaba al otro a sumarse a la lucha. Una matrona de coraje, modelo de tenacidad y consagración.

A eso, y solo a eso, limitamos nuestro conocimiento sobre la heroína y dejamos que nos sonría desde el mito, o lo que es peor, perdemos la oportunidad de beber de la savia de una mujer que fue también desafío, transgresión y voluntad.

Antes de ser madre de héroes, Mariana fue la linda mulata santiaguera, toda gracia y frescura, que se casó a los 16 años y empezó a construir un proyecto de vida imponiéndose a los prejuicios de una sociedad que la estigmatizó por ser pobre, negra y mujer.

Fue luego la joven viuda con tres hijos varones que tempranamente debió convertirse en cabeza de familia en un ambiente precario e inestable; y más tarde, como la muchacha enérgica, desenvuelta y capaz de defender sus ideas que fue, tuvo el valor de inscribir como hijo natural a Justo, su cuarto vástago, y unirse consensualmente con Marcos Maceo, su gran amor.

Con este hombre construiría Mariana un hogar armónico entre el entorno rural de Majaguabo y la casita de Providencia 16, en la ciudad santiaguera, donde todos sus hijos, sin distinción de padres, fueron educados por igual y arrullados con canciones que hablaban de libertad y dignidad.

Entre el rigor y la ternura les enseñó a ser hombres y mujeres de bien, disciplinados, preocupados por la superación cultural, laboriosos, pulcros, honrados, leales y patriotas.

Tras el grito de octubre de 1868, aquella cubana, cómplice junto al esposo de las ideas libertarias, alborozada como niña con juguete nuevo, hizo a sus hijos jurar sobre el libro de Cristo que liberarían a la patria o morirían por ella, y mostró el empuje de una mujer que, a los 53 años, rompió con los tabúes de la época, abandonó la comodidad del hogar y marchó a la manigua llevando consigo a sus hijos pequeños, sus hijas y nueras.

Durante toda la Guerra Grande se mantuvo Mariana en los campos mambises sorteando la intemperie, el hambre, el frío, las largas caminatas por todo el Oriente y el Camagüey, siempre cerca de donde combatían sus hijos.

En improvisados puestos médicos y hospitales de campaña supo derrochar esmero en la atención a los heridos y enfermos —cubanos y españoles—, a los que cuidaba como hijos propios con las hierbas del monte, sin importar el acoso del enemigo, empeñado en reprimir a las mujeres y familias de los mambises.

Con todo pudo y a mucho se sobrepuso esta digna cubana en los campos insurrectos: a las continuas heridas de sus hijos, cuyos dolores atenuaba con bromas como «¡Cúrate (…), para que vayas a buscar la otra!»; y a la muerte del esposo, que en su agonía final dijo: «He cumplido con Mariana».

En la intrincada zona de Piloto, mientras curaba las heridas de sus hijos Tomás y Rafael, la sorprendió la noticia del Pacto del Zanjón, que tal vez calificó de acto de ingratitud ante tanta sangre derramada, también la de sus hijos.

Marchó al exilio cuando los avatares de la campaña pacifista pusieron en peligro la vida de los familiares de los jefes mambises, y en Jamaica puso otra vez a prueba su voluntad para adaptarse a un idioma y costumbres nuevas, a las dificultades económicas y a la dispersión de su familia.

Ni aún ante los intentos de asesinato de Antonio, la saña mostrada contra José, Felipe y Rafael y la estricta vigilancia española, su casa en el exilio dejó de ser centro de reunión de cubanos dignos, para quienes, al decir del Apóstol, tenía «manos de niña para acariciar a quien le habla de la patria (…)». Incluso tuvo fuerzas para contribuir, con sus hijas y nueras, a la fundación de asociaciones patrióticas organizadas en Jamaica.

Así, puro empeño y pasión, fue la vida de Mariana Grajales Cuello hasta su fallecimiento en Kingston, el 27 de noviembre de 1893, y esos matices conmovedores nos los perdemos cuando la circunscribimos a una u otra faceta.

Afortunadamente cada vez es más común que entre investigadores y directivos de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) se hable de los vacíos y deudas que tiene la historiografía nacional cuando se trata de mujeres con una participación protagónica en las campañas independentistas; y no son pocos los estudiosos que en todo el país —especialmente los liderados por el Centro de Estudios Antonio Maceo Grajales y la Universidad de Oriente— han emprendido con rigor la indagación sobre la huella de Mariana Grajales y su familia, fundamentando novedosas revelaciones desde los más diversos campos.

La biografía de Mariana que conocemos desde la escuela, marcada por imprecisiones que abarcan desde la misma fecha de nacimiento o la manera correcta de escribir su apellido (Cuello y no Coello, como se pensaba) hasta el origen de sus padres o el número de hijos que tuvo, ha sido corregida y actualizada a la luz de estudios recientes, detalles que lamentablemente aún no se socializan lo suficiente, ni llegan, por ejemplo, a los libros de texto de nuestro sistema de educación, para nutrir la formación de las nuevas generaciones.

En tiempos de grandes retos, como los que vivimos, el ejemplo de Mariana Grajales tiene mucho que enseñarnos en términos de entrega, resistencia, voluntad, convicción y patriotismo, pero será más útil cuanto mejor la conozcamos y la alejemos del mito.

Asimilar su huella, hurgar en el ser humano que habita en la mujer símbolo e incorporarla a nuestro cotidiano desafío, será siempre el mejor tributo. Se lo debemos a Mariana.



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