¿A qué le puede poner fin la Real Academia Española?

Eldonita de Bárbara Gómez
2016-07-12 20:51:31

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Imagen tomada de archivo

Creada en 1713, y desde 1894 ubicada en la sede que ocupa en el área del Buen Retiro, en Madrid, la Real Academia Española —en lo sucesivo se nombrará con la ya familiar sigla RAE— custodia el idioma llamado español.

Este nombre no incurre en la parcialidad regional de castellano, pero pudiera ocultar que no todos los pueblos de la plurinacional España asumen como propia la mencionada lengua, y que allí esta tiene apenas alrededor de un diez por ciento de sus hablantes. Todo responde al lugar de origen y a la extensión colonial de ese idioma, como sucede con otros, señaladamente el inglés, el francés y el portugués.

La RAE pudiera sentirse dichosa si todos sus dictámenes suscitaran la euforia que algunas personas están mostrando ante el criterio según el cual es inadmisible, por lingüísticamente incorrecta, la voluntad —expresada en pares lexicales del tipo de “profesores y profesoras”, “académicos y académicas”— de no aceptar de modo acrítico el género masculino como representativo de la especie: o sea, como no marcado, lo cual en la práctica viene a significar universal o, dicho de otra manera, dominante, y es asociable con el sentido patriarcal presente en la lengua. Por cierto, en pares como aquellos ¿tiene que aparecer siempre en primer lugar el masculino?

De acuerdo con la RAE, la norma del uso del masculino como género no marcado es algo parecido a una incontestable derivación del espíritu divino y no de relaciones sociales que ni empiezan ni terminan en la gramática. El léxico lo nutren imágenes de lo que, con redundancia premeditada, cabe llamar realidad real, sintagma en que el adjetivo no apunta a la realeza monárquica, sino a la búsqueda de lo verdadero, entendido como factualidad.

Las relaciones patriarcales se han plasmado hasta en expresiones de fe, como aquella según la cual la mujer se hizo a partir de una costilla del varón, y a este le debe obediencia: nada que ver con respeto mutuo, equitativo. Institucionalmente el catolicismo y otras religiones le niegan el acceso a los más altos rangos jerárquicos. Eso, lejos de ser un hecho autónomo, encarna la supeditación económica y social reflejada en la inferiorización —inferioridad supuesta y forzada— de la mujer y, por efecto del antropocentrismo reinante, de lo femenino en general.

¿Fue acaso una opción inocente lo que determinó que al hablar de un grupo de personas masculinas se use el pronombre ellos, exactamente igual que si se trata de un grupo de hombres y mujeres, aunque estas últimas sean la mayoría? La presencia de un solo varón basta para que la norma exija el empleo del género masculino. Solo si el grupo lo forman exclusivamente mujeres vale usar ellas, y mientras el sustantivo hombre se ha impuesto con los significados de ser humano y de varón, el adjetivo viril, relativo al varón, se ha entronizado asimismo como sinónimo de valiente.

Tales hechos se asocian con algo que —se ha denunciado— sufre la mujer: invisibilización, aunque rabien quienes piensen que solo existen las palabras reunidas por la RAE en su Diccionario. El empleo del género gramatical masculino como no marcado ¿no es un efecto de la dominación extralingüística? No es fortuito el reclamo de que se diga, por ejemplo, “ciudadanos y ciudadanas”, “niños y niñas”, “alumnos y alumnas”, o al menos, cuando sea posible —y lo es en esos ejemplos—, se opte por voces inclusivas: ciudanía, infancia, alumnado.

Se ha convocado asimismo, acertadamente, a erradicar usos sexistas (discriminatorios) del lenguaje, entre ellos la aplicación a las mujeres de las formas masculinas de nombres de profesiones como ingeniero, médico y ministro, en lugar de ingeniera, médica y ministra. Tampoco tales usos se deben a una mecánica lexical insoslayable: nació de algo factual y sociológico, y —parece necesario repetirlo— discriminatorio.

Esas profesiones, y otras, durante siglos fueron privilegios de varones. ¿Será solo cuestión de leyenda el que algunas mujeres necesitaran travestirse —pasar por varón— para ejercer determinadas labores? Las leyendas se tornan verosímiles por su relación con la realidad, y la RAE lleva en su currículo haber negado el ingreso en su claustro a mujeres con méritos más que suficientes para formar parte de él. ¿No fue el caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda?

La línea dominante hoy en la RAE parece seguir sintiéndose cómoda con la aceptación de la supremacía masculina, y reacciona contra quienes buscan maneras explícitas de rechazarla. Usados a manera de cepo y tortura, podrían considerarse excesivos —y serlo— algunos recursos como sustituir los signos de género por una equis (ciudadanxs) o por @ (obrer@s), y acudir una vez y otra, hasta el cansancio, a explicitaciones como “trabajadores y trabajadoras”, “enfermeros y enfermeras”, “pintores y pintoras”.

Para eludir exclusiones injustas habrá quienes abracen prácticas tenidas hoy por deslices o despropósitos, como hablar de “cadetes y cadetas” o “miembros y miembras”. De acuerdo con las normas vigentes, son pifias; pero la lengua es un organismo vivo, que se transforma a base del uso y de replanteamientos de valores, como al dejar de privilegiarse dama por encima de mujer, considerada palabra de escasa alcurnia, si no degradante. No hay que condenar ni mucho menos el uso de dama , ni renunciar a él, para apreciar la dignidad del vocablo mujer —de la mujer misma—, ni para preguntarse si aquella preferencia estaría libre de sabor aristocrático.

Se ha bromeado con la esperanza de que no llegue a ser necesario hablar de “capitalistos y capitalistas”, “socialistos y socialistas”, “hipócritos e hipócritas”, “cadáveres y cadáveras” o “poetos y poetas”… Pero en este último ejemplo la hilaridad no debe silenciar la justicia con que muchas cultivadoras de la poesía piden ser llamadas poetas, no poetisas, vocablo que han sentido peyorativo. ¿No era Miguel de Unamuno quien llamaba poetisos a poetas (varones) que literariamente hablando le parecían debiluchos?

Procurar que “excesivas precauciones de pensamiento” no hagan del idioma un fárrago indigerible, contrario a la comunicación, no es razón que legitime parcializar injustamente el pensamiento. La eufonía y la ley del menor esfuerzo —significativa en la evolución de la lengua, pero no necesariamente fértil en el desarrollo de las ideas— pueden aconsejar que un género se acepte como no marcado. Pero eso no autoriza a ser insensible con respecto al origen de tal norma ni a las exclusiones que ella calza.

Quizás esa norma, y la insistencia en que es incorrecto revertirla explícitamente aunque solo sea de tanto en tanto, susciten que incluso furibundos antiacadémicos —a quienes en otros casos la RAE les resultaba indiferente, o que arremetían contra lo que en general consideraban brozas y cascotes de esa institución— batan palmas apoyando la postura de la que dice limpiar, fijar y dar esplendor. Opere de modo consciente o inconsciente, el machismo puede usar máscaras variadas, incluida la real o pretensa corrección académica.

Las actitudes ante un tema de raíces e implicaciones culturales profundas son diversas. No se parcelan mecánicamente en derechas de un lado e izquierdas del otro. En las primeras habrá quienes tengan claridad —¡hasta la reina Victoria se quejaba de que ella y sus hijas sufrían discriminación por ser mujeres!—, y en las segundas no faltarán quienes consideren que el asunto no es relevante y cabe posponerlo.

Prioridades hay o puede haber, o establecerse, y en general los caminos se vencen paso a paso, tramo a tramo; pero la justicia es un proceso abarcador, orgánico, no un mercadillo de retales. Que ni siquiera todas las mujeres coincidan en la percepción del problema no avala indiferencia alguna: el pensamiento dominante lo es porque no lo portan quienes ejercen la dominación y quienes la sufren. Cuando su aceptación se quiebra brotan condiciones propicias para sacudidas sociales, para revoluciones incluso, hasta en el lenguaje.

Apasionados contrarios a que en el idioma se acojan las prudencias justicieras comentadas rechazan el uso de presidenta. Esgrimen la etimología de presidente —participio activo formado por el verbo presidir y el sufijo -ente— y sostienen que dicho título es aplicable por igual a hombres y a mujeres. ¿No asumen también la inercia del predominio patriarcal por el que mayoritariamente las presidencias las han ocupado, y aún las ocupan, hombres?

En español ya es habitual el empleo de espagueti y espaguetis, cuando en italiano, origen del vocablo, spaghetti es el plural de spaghetto. ¿Habría que decir el espagueto y los espagueti? ¿Por qué no aplicar en la evolución interna de una lengua recursos y mecanismos similares a los que actúan en préstamos lingüísticos exógenos? Pésele a quien le pese, el empleo de presidenta se ha extendido no por casualidad, sino porque ha aumentado el número de mujeres con esa jerarquía en instituciones, organismos y países.

No siempre se esgrimen juicios estrictamente lingüísticos al valorar cuestiones lexicales. Entre los motivos de rabia contra el uso de presidenta parece funcionar el ascenso a ese cargo por parte de mujeres representantes de la izquierda. Así se ha visto en el caso de la argentina Cristina Fernández, y no precisamente por las que, desde la izquierda, pudieran considerarse insuficiencias en su desempeño de la alta investidura. Valdría la pena escrutar el peso que en expresiones de rechazo contra ella ha tenido, además del machismo que se cuela en todas partes, el reaccionarismo político por el cual han sido presidentes de Argentina personajes tan funestos como Carlos Saúl Menem y Mauricio Macri, simpáticos para la oligarquía vernácula y para el imperio, y generadores de pobreza para el pueblo.

Aunque el lobo reaccionario se enmascare con purismos lingüísticos, su oreja peluda asoma cuando él se lanza explícitamente contra gobiernos calificados de “populistas” y que, entre sus afanes justicieros, incluyen coherentemente la equidad entre géneros: entre seres humanos. Lejos de los propósitos de estos apuntes se halla explorar las significaciones de populismo, vocablo-concepto polisémico y controvertido. Solo recordarán que condenarlo es acto recurrente en la feroz ofensiva promovida desde España contra todo lo que —en nuestra América en especial, pero no solo en ella— desafíe a la oligarquía y al imperio.

Con cuartel general y jefes mayores en los Estados Unidos, el imperio tiene su “ministerio trasnacional de defensa” (de ofensa, mejor dicho) en la OTAN, y vicejefes en Europa. Si se trata en particular de España, no los tiene en la mejor, que merece acabar de nacer, sino en la reaccionaria: esa que, además de bostezar, le regala bases militares a la organización belicista. Dolosamente los herederos del bando fascista que usurpó el calificativo nacional condenan lo que llaman populismo y capitalizan el adjetivo popular. Con él han bautizado a un partido cuya cúpula reúne lo más reconocidamente corrupto de la nación, y en el cual sobresalen cómplices de los crímenes del Pentágono y Wall Street en actos decididos desde la que se denomina Casa Blanca.

Sin excluir a los que proceda tener en cuenta dentro de una supuesta izquierda —en la que abundan políticos que han traicionado los ideales socialistas comunistas y al movimiento obrero, y que forzaron la entrada del país en la OTAN—, los cabecillas del Partido Popular descuellan entre quienes medran con el empobrecimiento de las poblaciones de España misma. Simultáneamente se prestan para acciones dirigidas contra gobiernos que tienen proyección popular verdadera.

La real derecha, que campea a sus anchas, y la falsa izquierda, que no se debe confundir con la verdadera —dividida y silenciada, machacada u oculta, despojada de recursos, pero no extinta—, no se limitan a desplegar desde España feroces campañas propagandísticas contra esos gobiernos. Una y otra envían con similar desfachatez representantes suyos a los países de estos últimos para favorecer la subversión y, para no desaprovechar ninguna ocasión de ser colonialistas, lo son también en lo relativo a criterios lingüísticos.

Es más que sintomática la pasión con que, dentro y fuera de España, algunas personas e instituciones apoyan las líneas conservadoras y reaccionarias que subyacen en la RAE, aunque haya dado pasos favorables y tenga miembros que abracen la voluntad de revertirlas y hasta lo hayan logrado en algunos casos. Los partidarios de dichas líneas llegan a proclamar que ya la RAE les ha puesto fin a las prácticas de rechazo contra el predominio patriarcal presente, como en otras lenguas, en el español.

Se equivocan quienes piensen que la RAE puede aplastar cuanto disguste a la totalidad o a parte de sus integrantes. Ella expresará preferencias en torno al idioma, pero en el mejor de los casos podrá cuidarlo, sobre todo si se libra por completo de pautas colonialistas con que a menudo ha visto ella —respaldada aquí y allá por exponentes del pensamiento colonizado— el español hablado y recreado fuera de España, y si de veras respeta plenamente a las academias de la lengua constituidas en otros países hispanohablantes. Pero son los pueblos los que, uso mediante, deciden el rumbo del idioma: lo hacen.

A lo que debería poner fin la RAE es al sello monárquico que desde sus orígenes lleva en su nombre y en su orientación predominante, como si fuera la poderosa majestad de la cual las otras academias de la lengua española fueran no colegas, sino súbditas, para lo cual puede hallar servidores de este lado del Atlántico también: no por gusto existe la palabra cipayo. El signo de realeza la subordina de hecho —bastaría que lo hiciera putativamente para que el saldo fuese repudiable— a una Corona extemporánea y manchada por la corrupción, y que, aunque se le considere decorativa, sigue viviendo fastuosamente a costa del pueblo español.

El actual jefe de esa monarquía hasta con su nombre rinde culto a una larga ralea colonialista, y en la apertura del Congreso de la Lengua Española celebrado en marzo de 2016 en Puerto Rico declaró que él y la reina experimentaban “una gran alegría por viajar nuevamente a los Estados Unidos de América”. Ni él ni ella gozan de reconocida autoridad intelectual, pero el director del madrileño Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha —quien sí la tiene, y cuando fue director de la RAE ofreció esperanzas de plausibles aperturas conceptuales—, en la misma ceremonia sostuvo que por primera vez el Congreso tenía lugar “fuera de Hispanoamérica”. Académico y rey se igualan en prestarse para arrancar a Puerto Rico de la familia de pueblos a la cual pertenece, y regalárselo definitivamente a los Estados Unidos.

La Corona española es continuadora de aquella carcomida que en 1898, a espaldas de los pueblos de Cuba y Puerto Rico, se humilló en el Tratado de París ante el intervencionista gobierno de los Estados Unidos. Lo hizo luego de haber propiciado, con su criminal tozudez colonialista, la cacería de sus marinos por el ejército estadounidense en la Bahía de Santiago de Cuba. La RAE debería ponerle fin a su acatamiento de esa herencia, y pronto.



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