El Chicuelo, de Chaplin, cumple un centenario

Eldonita de Julio Pérez
2021-02-08 04:32:01

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La Habana, 8 feb (RHC) La imagen del niño llorando, desconsolado y con las manos extendidas, porque lo han separado de su padre, es posiblemente la más perdurable en el recuerdo de cualquier espectador que haya visto mucho cine.

La película es El chicuelo (uno de sus tantos títulos, según el país) y está cumpliendo cien años de haber hecho llorar y reír, al mismo tiempo, a generaciones de espectadores. Se dice fácil, pero el mérito de alternar la tragedia y el humor, a lo largo de 106 minutos de contrastes, proviene de un Chaplin que, en 1921, da su primer salto al largometraje de argumento sostenido, amparado en una obsesión hecha suya tras los primeros tiempos al servicio de la comedia del ridículo, comandada por Mack Sennett: en cine, el arte consiste en sugerir emociones y no en relatar hechos.

¿A qué magias acudir para realizar una obra maestra si su base –el propio Chaplin lo admitía– es el folletín proveniente del siglo XIX? El bien y el mal en su eterno enfrentamiento de estereotipos. Melodrama abundante, tanto, que al cumplirse los 50 años del estreno de El chicuelo (1971), su director lo limpió de escenas que desbordaban la desazón de la madre al abandonar a su hijo. Y de paso, le agregó una banda sonora, de su autoría, que vendría a ser la coronación de una obra sin freno, al paso del tiempo, para seguir conmoviéndonos.

Libros, análisis, estudios diversos se han realizado desmenuzando la trascendencia artística y sus componentes. Todavía hoy se discute el misterio de una poética en la que van a coincidir factores dramáticos diversos y, en medio de ellos, la figura del Charlot, más patético e imaginativo, acompañado de un niño sorpresa.

Hay una escena de escasos segundos que recoge el momento en que Chaplin, entusiasmado porque le han hablado de un niño artista llamado Jackie Coogan, va a verlo. Hijo de un actor de vodevil, el niño es un lince en el baile y en la representación de diversos papeles. Si hay que llorar, llora; si de risa se trata, puede arrancársela al ser más entristecido, recurriendo a la mutación de sus facciones. Después del éxito de El chicuelo, la leyenda hablará de que Chaplin, para acongojarlo durante el rodaje, le hablaba de su infancia de huérfano deambulando por las frías calles londinenses.

Lo cierto es que el niño tenía clase para la actuación y el director supo aprovecharlo. El triángulo actoral se cierra con la bella Edna Purviance, una habitual en los filmes del maestro, aunque por aquellos días viviendo en exceso los locos años 20, lo que la hacía llegar a la filmación pasada de tragos. Testigos sobran, pero Chaplin, tan profesional como eterno enamorado, hará que ni una sola evidencia etílica trascienda al celuloide. Necesita a la Purviance y, lo que su personaje representa: una madre que tiene un hijo fuera de los parámetros de la institución burguesa, intolerancia que plasma desde las primeras escenas, con ella en el hospital, tras simbólicas rejas, y expuesta a las miradas despreciativas de quienes la ven partir sola, derrotada, con la criatura en los brazos.

Las diferencias entre ricos y pobres, presentes en El chicuelo, es una constante que Chaplin se propuso como duda demoledora en la conciencia de los espectadores.

Hay otro componente de primera magnitud: el artista acaba de perder un hijo de su primer matrimonio en los momentos en que se inicia el rodaje. El dolor, hecho arte, va a unirse a la dimensión del personaje, ahora crecido en su quebranto: pobre, pero distinguido; harapiento, aunque con levita, sombrero y bastón que pudo haber llevado un príncipe soñador amante de la justicia.

Entre risas y lágrimas, El chicuelo cumple cien años con una estremecedora actualidad que sigue llamando a revolucionar los tiempos.

(Granma)



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