Crónica por el fallecimiento de entrenador del baloncesto femenino espirituano

Eldonita de Raúl Rodríguez
2018-03-22 12:36:03

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Sancti Spíritus, 22 mar. (JIT) HAY NOTICIAS que cuesta digerirlas. Y escribirlas también. Esta es la que nunca hubiese querido narrar. Gabriel Alexander Álvarez González falleció tan solo horas después de haber tocado, literalmente, la gloria.

Ahora que la tecleo me pesan las manos y también el alma. No porque ya sea de madrugada y no logre encontrar el sueño escabullido. No fue esto lo que convenimos en la Yara cuando tus niñas estaban a punto de vestirse de proeza.

¿Recuerdas Ale? Pactamos una entrevista post Liga en que explicarías las razones del oro que ya sabías en sus pechos. Barajamos posibles títulos de lo que te propuse llamarle la nueva novela del básquet. Acordamos hablar de vida, de futuro, de si la Yara podría ser la mejor casa para el baloncesto, de tus ilusiones con sus aros, sus gimnasios, con el público colmando graderíos.

No convenimos hablar de una muerte tan temprana, tan cruel que no te dejó siquiera abrazar a tus campeonas. Tampoco verles las medallas y el trofeo que llevaron hasta tu lecho mortal para que te animaras en el día de tu cumpleaños 48. Ni saber del homenaje de tu pueblo a la altura de lo que siempre quisiste.

¿Sabes? Vine muchas veces a rondarte en el cubículo. Quise ver tremendistas los partes médicos que conminaban a prepararse para lo peor en este juego complicado del que no encontraste defensa para definir, ni canasta certera para salir de una fatal enfermedad que se interpuso entre tus sueños y la muerte en cuestión de horas.

Pero definitivamente me has dejado sin opciones y ahora tengo que escribir esta crónica que te sigue viendo en presente, como las tantas personas que te enviaron desde cerca y desde lejos mensajes de vida.

Eso sí, no logro verte aún vestido de ataúd. Tampoco tus niñas que dejaron atrás sus medallas y no se despegaron ni un instante en busca de una canasta que te ayudara a resolver este juego complicado.

¿Sabes? Dicen todas que quieren estremecerse con tus gritos, tus pleitos. También con tus consejos y ese deje de padre protector que las hizo crecer desde niñas en una cancha de baloncesto, y las llevó a probar una gloria que ahora ni siquiera saben solas digerir por más que sepan que cumplieron contigo.

No logro verte vestido de ataúd. Tampoco tu familia que te regalará en breve una nieta que no alcanzaste a conocer. No tus compañeros que te buscan en la cancha, sudado, luchón, luchador. No tus otros niños varones que han gastado sus ojos desde fuera y desde dentro del país por el profe que no alcanzaron a ver.

Te pido permiso entonces para contarles lo que ya saben: que pocos como tú ansiaron y trabajaron tanto por un fin, que costó casi treinta años de esfuerzo, encontronazos, incomprensiones, sufrimientos. También historias bellas como esas de cuando le costeabas desde tus bolsillos los homenajes que otros se negaban a reconocerles a tus alumnas y alumnos.

Les contaré que entregaste tu cuerpo, tu alma y tu vida al baloncesto y al deporte. Que aun con el dolor quemándote el páncreas decidiste quedarte en la Yara al comenzar la final para dirigir, aunque fuera de lejos. Que a las puertas de un salón quirúrgico quisiste acompañarlas a la capital para auparlas a su título, a tu título. Que con la muerte de guardia en tu almohada seguiste el partido definitivo y te alcanzaron fuerzas para una confesión que quedará prendida en sus corazones: “las amo a todas”.

Sé que a estas alturas hubiésemos hecho hace rato la entrevista acordada, que estarías gritando aún a todo pulmón: “Mis campeonas”.

Pero me dejaste a expensas de esta crónica, sola y con todos. Está por asomar el alba en esta madrugada triste, injusta. Me cuesta digerir la noticia. Y escribirla también.



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