El martes 29 de noviembre, en la Plaza de la Revolución de La Habana, las personas reunidas para despedir a Fidel Castro superaban ampliamente el millón. Una multitud emocionada, pero digna y altiva, expresó su dolor por la pérdida de su líder histórico y reiteró el compromiso de continuar su obra.
Tan contundente y rotundo respaldo, impensable en nuestros días en casi ninguna de las naciones existentes, y por casi ninguno de los líderes políticos en funciones, no mereció ni una línea, ni una nota, ni una simple imagen en los titulares de buena parte de la prensa mundial, a pesar de que más de 500 de sus periodistas cubrieron la noticia en el terreno.
Cuando los poderes fácticos de la Tierra ordenan a sus franquicias y a sus serviles voceros silenciar un acontecimiento como este, con el despecho ruin de los vencidos, es porque temen a los pueblos del mundo.
Cuando la realidad no les conviene, o está más allá del alcance de sus groseras manipulaciones, decretan la no existencia de la realidad, sin escrúpulos, sin medias tintas, sin cuidar las formas, olvidando sus mantras y monsergas sobre la libertad de expresión y el libre acceso a la información.
Mienten porque siempre han mentido.
Lo hacen con el desprecio que sienten por la capacidad de recordar, analizar, opinar y actuar de las personas. Lo hacen, con absoluto descaro, porque saben que nos han construido un mundo donde reina la post-verdad, y logrado que muchas de las víctimas piensen como sus verdugos, que para eso, y no para otra cosa, han suplantado la vida real por una cadena ficticia de Black Fridays, confinando los anhelos, aspiraciones y esperanzas de millones a las pasiones que levanta el fútbol.
Antes de que la Plaza se llenase de más de un millón de cubanos y de amigos y compañeros llegados de todo el mundo, en representación de sus pueblos agradecidos, escribí que esos medios cobardes intentarían escapar de la verdad como mismo los calamares, pulpos y demás invertebrados suelen hacer al percibir un peligro: dejando tras de sí un reguero de viscosidades y nubes de tinta.
Auguré que algo pasaría con las Kardashian, y alerté de que todo podía ser provocado, o utilizado, con tal de eludir las incomodidades de lo inocultable.
Y entonces, sucedió. Los titulares fueron tomados por un extraño y sumamente oportuno accidente de aviación, que casualmente involucró a una aerolínea venezolana, y segó la vida de jóvenes futbolistas brasileños. No sucedió en ninguna de las opulentas naciones del planeta, ni afectó a políticos, empresarios, ni militares.
Haya sido obra del azar, o no, lo cual dejo al recto juicio de cada persona, solo me resta agregar que la tragedia sirvió de oportuna coartada y puerta de escape, también de tinta invertebrada, para que pudieran huir quienes le fallaron a los lectores, y fallaron a la más elemental norma ética de su profesión: la de informar con objetividad, sin pasiones ni sesgos ideológicos. Al menos, eso siempre nos contaron ellos mismos al criticar la línea informativa de los órganos de prensa revolucionarios.
Mienten los medios, como “El País” de España, al silenciar lo que sucedía en La Habana. Mienten como mismo mintieron en Caracas, los órganos de la oligarquía venezolana al transmitir dibujos animados y cursos para aprender a jugar golf, mientras se derrocaba efímeramente a Hugo Chávez, se intentaba linchar a sus colaboradores más cercanos, y se derogaba la Constitución, mediante un hachazo goriloide.
Porque es que mienten, y siempre han mentido.
La vida de los otros
No menos indecentes son quienes apelan a doctas “explicaciones histórico-filosóficas” para reducir el hecho o enlodarlo con el fango de sus entrañas. Estos son de otra calaña: no niegan lo obvio, pero ladinamente lo relativizan afirmando que “esa misma despedida se dio a otros dictadores de la historia, como Trujillo o Stalin”, y que la reunión de más de un millón de personas para despedir al líder cubano, no merece mayor respeto ni atención.
Parten, por supuesto, de una ignorancia supina, de una crapulosa manipulación de los datos históricos, y también mienten, descocadamente, al callar las enormes diferencias históricas entre los sucesos que comparan.
La ceremonia de inhumación de los restos de Iosif, Visarionovich Stalin tuvo lugar el 9 de marzo de 1953. Había fallecido cuatro días antes, y su cadáver embalsamado fue depositado en el hasta entonces conocido como Mausoleo de Lenin. Es cierto que la ceremonia reunió a decenas de millones de ciudadanos soviéticos, en todo el país, pero también lo es que el fallecido se había desviado groseramente de los principios revolucionarios y leninistas, erigiéndose en un dictador culpable de graves crímenes contra sus compañeros y su propio pueblo.
Una mezcla de fanatismo, miedo, desesperanza y temores ante el futuro fueron los móviles de aquellas multitudinarias reuniones. Hubo estampidas y víctimas, que algunos ubican en más de 1400, en medio de la histeria colectiva. No hay evidencias de la participación de dignatarios o personalidades extranjeras, aunque es de presumir hubo representaciones de partidos comunistas y gobiernos afines de Europa del Este.
La ceremonia de inhumación del tirano momificado Rafael Léonidas Trujillo Molina, ajusticiado por un grupo de complotados en la noche del 30 de mayo de 1961, tuvo lugar el 2 de junio en el Palacio Nacional y luego en la Iglesia de San Cristóbal, su pueblo natal. Miles de dominicanos participaron en la despedida en una sociedad donde no se podía ser, no ya enemigo, sino tampoco tibio ni indiferente.
Las escenas de luto que tuvieron lugar fueron una mezcla de fanatismo, ignorancia, miedo y la más corrosiva miseria. La presencia de jóvenes fue escaza, como evidencian las imágenes filmadas. Ser joven, para entonces, era sospechoso. Muchos habían sido asesinados, como los 27 muchachos conocidos como “los panfleteros de Santiago”, y otros guardaban prisión, como los miembros del clandestino movimiento “14 de Junio”. La juventud dominicana, para 1961, se ubicaba en un abierto enfrentamiento con el régimen.
En la ceremonia de inhumación de Trujillo no participaron representantes oficiales extranjeros, quizás con la excepción del cuerpo diplomático acreditado en el país, como era de rigor. Ni siquiera uno entre los centenares de políticos, legisladores, altos funcionarios del gobierno y militares de rango de los Estados Unidos, que habían apoyado y defendido la dictadura, y que en muchos casos, como el de Richard Nixon, aceptaban regularmente los sobornos y dádivas del tirano dominicano.
¿Qué tienen que ver estos dos casos descritos con la ceremonia de despedida de Fidel, realizada entre el 26 y el 29 de noviembre en La Habana, y el posterior homenaje que recibirá por toda Cuba, hasta que sus cenizas sean depositadas el 4 de diciembre en el cementerio santiaguero de Santa Ifigenia, a la vera de los restos de José Martí?
Absolutamente nada. Donde habían masas fanáticas, ignorantes, enloquecidas de miedo y miseria, víctimas de la represión más despiadada, hubo lágrimas y trances estridentes, en una indigna ostentación del dolor, como salvoconducto futuro para la vida. No hubo apenas jóvenes. No hubo muestras de dolor y solidaridad sinceros de los pueblos del mundo. Se hundían dos dictadores en la nada, en medio del espectáculo crepuscular y deshumanizado que se aseguraron en vida. En ambos casos, una profusa parafernalia de símbolos monumentales y arquitectónicos, que con aspiración faraónica y milenarista acumularon en vida para su propia gloria, no tardarían en desaparecer.
Fidel, como siempre fue llamado por el pueblo, fue despedido por un mar de habaneros, y luego lo será por millones de otros cubanos que, en silencio y recogimiento, sin estridencias y con dignidad, dio y dará el hasta siempre a un dirigente de su talla histórica al que jamás trató de mariscal, ni “Padre de los Pueblos”, ni de Generalísimo, “Ínclito varón de San Cristóbal”, “Benefactor”, ni “Padre de la Patria Nueva”. Tampoco permitió en vida monumentos, ni símbolos de su persona, reiterando, al justo decir de Martí, que “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. De su cuerpo físico, por su expresa voluntad, solo quedó un puñado de cenizas.
No fueron turbas, sino un pueblo sano, consciente, educado y altivo, con su dignidad intacta, la misma que le dio la propia Revolución, la que sin estridencias ni puestas en escena, lloró calladamente a Fidel, y en medio del mismo, protagonizando una jornada de emociones inolvidables, la espléndida juventud cubana, fidelista, aguerrida y omnipresente, bajando como un torrente de vida la escalinata del Alma Máter, y recordando a Trump y a las alimañas carroñeras que osaron levantar cabeza en Miami, al conocerse la triste noticia, que habrá Revolución para rato.
Y junto a los cubanos, más de 50 dignatarios llegados de todo el mundo en representación de sus pueblos, conmovidos, agradeciendo tanto ejemplo, tanta ayuda solidaria, tanta valentía y tanta dignidad.
No conozco ninguna revolución del mundo conocido, ni de la historia humana, hasta el momento, que 57 años después de haber triunfado haya conservado el apoyo irrestricto de su pueblo, y de su juventud, como esta ocasión luctuosa ha puesto ante los ojos del planeta, en una pequeña isla del Caribe.
Transcurridos esos años, tras la declaración de independencia de las Trece Colonias norteamericanas, el país se hallaba en 1844 preparando la guerra expansionista contra México y la anexión de Texas, actos incompatibles con los elevados ideales que proclamaron los Padres Fundadores; Francia daba la victoria a los conservadores en las elecciones legislativas de 1846, no a los herederos de los jacobinos, tras la traición a los sueños revolucionarios que significó el imperio napoleónico y sus guerras de conquista, mientras se preparaba el funesto reinado imperial de Luis Napoleón; en 1974, la URSS ya había sido dirigida por Stalin, con su carga de gulash, represiones y crímenes contra el propio pueblo soviético, y sus sucesores ya habían invadido a Checoslovaquia, cuatro años antes, lo que implicaba la derrota y renuncia a los verdaderos ideales revolucionarios y leninistas.
En 1967, México se hallaba inmerso en profundas contradicciones sociales y agitación política, en vísperas de la infame Matanza de Tlatelolco que costó la vida a 68 estudiantes en huelga.
Las imágenes de la Plaza de la Revolución, y las de toda Cuba, durante las jornadas gloriosas de fines de noviembre del 2016, son la expresión profunda del carácter y la evolución de una revolución auténtica, hecha por los humildes y para los humildes, que no se traiciona, ni se rinde, ni ha perdido el rumbo. Y esos rasgos únicos, si alguien desea explicarlos, tienen su artífice más acabado en Fidel.
No importa que mientan una vez más los que siempre han mentido.
Por Eliades Acosta Matos/Cubadebate