Por: Guillermo Alvarado
Es realmente muy difícil discernir de las malas noticias que llegan desde África cuál puede ser la peor, porque las calamidades no parecen encontrar fin en ese sufrido continente, que fue la cuna de la humanidad y ahora se convierte cada vez más en la tumba de una numerosa parte de nuestra especie.
Hace un par de días se conoció que en Somalia la desnutrición afecta a un millón 400 mil niños, el 50 por ciento más de lo que había a principios de 2017, y de esa cifra 275 mil infantes están en peligro de morir de hambre.
El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, UNICEF, advirtió que una combinación mortal formada por la carencia de alimentos básicos, la sequía y padecimientos como el cólera, la diarrea y el sarampión amenazan la vida de una gran cantidad de pequeños en esta nación del cuerno africano.
Un menor desnutrido tiene nueve posibilidades más de morir como consecuencia de enfermedades prevenibles respecto a uno que tiene un mínimo de alimentación, un lujo que en Somalia no tiene una gran parte de la población.
Es verdad que la intensa sequía que dura más de tres años tiene mucho que ver con esta situación, pues obliga a decenas de miles de familias a desplazarse cada vez más lejos en busca de agua, llevando consigo a sus hijos y lo poco que poseen.
Sin embargo, existen en el fondo factores históricos, militares y políticos que no podemos dejar de analizar, porque son la raíz de estos sufrimientos que se extienden por casi todo el continente.
La actual Somalia surgió de manera formal el 1 de enero de 1960 cuando se unieron los territorios que hasta ese momento estuvieron bajo dominación colonial británica e italiana. Otra porción de su geografía, controlada por Francia, se independizó después y dio lugar a lo que ahora es Djibuti.
Sobrevinieron tres décadas de conflictos, desgajamientos, y guerras que impidieron a ese país funcionar, hasta que en 1991 el Estado dejó de existir debido a una ruinosa guerra civil que se prolongó varios años. La ONU intentó intervenir y Estados Unidos envió tropas bajo el pretexto de asegurar la asistencia humanitaria, cuando en realidad lo que pretendías era garantizar su control sobre una zona estratégicamente ubicada a un costado del golfo de Adén y paso obligado hacia el canal de Suez.
Recordarán que Washington debió salir de Somalia con la cola entre las piernas tras la emboscada tendida el 3 de octubre de 1993, cuando rebeldes armados, con pertrechos estadounidenses por cierto, aniquilaron a una fuerza de tropas élite en Mogadiscio.
Fue hasta el año 2000 que se logró un precario pacto, si bien los combates continuaron, hasta que en 2009 se sentaron las bases de un nuevo gobierno que, como si fuese castigo divino, desde 2011 enfrenta un período de hambruna, sequías y muertes masivas.
Los datos del país son aterradores. La esperanza de vida al nacer ronda los 50 años, la mortalidad infantil supera con creces los cien por cada mil, y este año puede ocurrir allí una de las peores tragedias humanitarias de las últimas décadas.
Mientras los niños de Somalia carecen de futuro, no en el país de nunca jamás, sino en el que nunca fue, el mundo gasta en armas un millón de millones 686 mil millones de dólares, una cifra loca que muestra el carácter desatinado de nuestra especie.