por Alina Mena Lotti
Hace algunos años, en un lejano sitio de la geografía asiática, las imágenes de los niños cubanos me venían a la mente una y otra vez. No podía desprenderme de las cotidianas: con los padres en camino a la escuela; en casa junto a la familia; jugando pelota, en una fiesta de cumple en el barrio, recibiendo la pañoleta en primer grado.
Verdaderamente eran muchas, y en la retrospectiva de mis pensamientos siempre los veía felices, despreocupados, con la ingenuidad dibujada en los rostros, traviesos, ocurrentes. Me reía a solas, imaginando entonces las respuestas y las frases que alguna que otra vez escuché de mis propios hijos, y de los de mis amigas, contemporáneos con los míos.
Solía recrearme con algunos recuerdos: de los apuros que pasó Yamila cuando su pequeño Andrés le habló por primera vez de sexo; de los cuentos de Pipa Medias Largas con que la amiga Baby entretenía a Adriana; de la intrépida Laurita -hoy ya madre- que decidió un buen día caminar por el alero de un edificio en Alamar; o de los "paseos" en una silla de ruedas que el colega Pausides daba a mi niña Anabel por el largo pasillo de la redacción y que ella disfrutaba como si fuera una montaña rusa.
En la distancia de mi hogar disfrutaba esos hechos como si los estuviera viviendo otra vez, y me detenía en la realidad que por aquel entonces, en la distancia, yo apreciaba -no sin asombro- casi siempre desde una ventanilla de automóvil. No voy a detenerme en esas memorias tristes; ni siquiera contarles sobre aquellos infantes que encontré muchas veces en medio de un frío espantoso, sucios, abandonados, hambrientos, desprotegidos y, lo peor de todo, despojados de amor, sobre todo si eran niñas. A ellas les estaba negada la vida.
Caminaban descalzas por las montañas, a una altura impresionante, con las caritas quemadas por el frío y una tristeza perenne, pues había quienes cumplían responsabilidades de adultos. Yo pensaba todos los días en eso, en la prioridad que el Estado cubano le otorga a la infancia; en el esfuerzo de la familia para tener a los pequeños alimentados, calzados, pero también en el cuidado y el amor que disfrutan y cuentan en el seno de cualquier hogar, aunque las reglas tienen su excepción.
Nuestros niños son privilegiados, viven en una sociedad que los enaltece, que los protege, con políticas dirigidas a perfeccionar todo cuanto tiene que ver con ellos; en la salud, en la educación y en otras esferas no menos importantes. La comparación me duele, porque todos deberían vivir en iguales circunstancias, no solo porque sobre ellos descansa el futuro de cualquier nación, sino porque niños -al fin y al cabo- no merecen otro trato sino el mejor.
Ser niño en Cuba es vivir en una sociedad sana, con valores; en un país que trabaja y lucha por ellos; en un Estado que vela por sus derechos y tiene en cuenta sus criterios, necesidades, aspiraciones. En una fecha como hoy -cuando el planeta conmemora el Día Internacional de la Infancia- no hago menos que recordar aquellos pequeños que tantas veces me llevaron al recuerdo de los nuestros, de mis hijos y de otros queridos.
(CubaSi)